viernes, 27 de febrero de 2015

Imágenes de viernes


Hoy me gusta la rosa que es una flor que nunca lo hace por norma, si exceptuamos la rosa candida de ocho pétalos y sin espinas; esa sí me complace.


Cabeza rapada pero no al cero, camiseta negra y pantalón ceñido con la misma ausencia de color que lo hace aún más delgado, botas militares y unas cadenas largas en escalada desde su cintura por todo su muslo izquierdo que chocan con aroma metálico mientras camina. Un aspecto pulcro pero inconformista. Lleva el paso rápido y seguro del hombre que sabe adónde va.

Sólo un detalle da la nota de color a esta imagen, visión fugaz sobre el asfalto frío en este viernes que ya empieza a oler a fiesta de fuego. En su mano izquierda, la más cercana a mí, lleva una rosa de tallo muy largo con los pétalos abiertos, como ofreciéndose toda. Nada que ver con las que intentan vendernos las presencias silenciosas de la noche en cualquier garito. Esa rosa roja se puede oler desde donde estoy, y la lleva agarrada con mucha suavidad. ¿Cuál será su destino? ¿Es su mano el final del trayecto?

Veo cosas y empiezo a imaginar historias, me pregunto qué ven los ojos que se cruzan conmigo en su camino. Qué ven cuando me miran.

Veo un hombre de aspecto demacrado, apoyado en la ventanilla del autobús, abatido por la vida que parece superarlo. Mujeres que esperan junto a mí sin parar un segundo sus movimientos nerviosos, incapaces de permanecer fijas en un punto de la acera. Me angustia cuando entran en mi plano, por la esquina superior izquierda del libro que leo en todas partes; entra y sale con brusquedad de yonqui. Cierro el libro. Fin del plano.

Miro las cabezas, si se abren los mechones de cabello y dejan ver la coronilla, sé cómo  duermen: boca arriba. Alguna persona violenta con su mirada fija, hombres que no se cortan. Muchos van como yo, aislados de la multitud con la banda sonora que elegimos en sus cableadas orejas. Si el aroma de la música pudiera traspasar los sentidos, pero se queda en mi interior, yo que no sé leer partituras y carezco por completo de toda capacidad de entonación (lo que no evita que cante en voz alta cuando me apetece).

Miro las manos de los hombres. Tema aparte.

Cuántos ojos mirando la misma cosa viéndola de forma diferente. Nadie mira de la misma manera, por eso cuando veo en el cine una mirada intensa de esas que turban cuerpo y alma, y digo: ¡ya quisiera yo que un hombre me mirara así!, sé que lo que pido es una quimera. Las miradas, aún siendo ficción, son únicas. Aunque tengan el mismo significado, ninguna se parece a otra, existen tantas como ojos, millones.

Me gusta esa rosa roja en la mano de ese muchacho porque, por primera vez, la veo fascinante, bella y el recuerdo del aroma no me aburre, ha dejado de parecerme artificiosa.

Si esto fuera una película me quedaría aquí en plano americano, pensando o inventando dónde va o de dónde viene. Pero no lo es y las imágenes siguen sucediéndose sin que podamos controlarlas. El chaval regresa más pausado  por el mismo camino, y puedo ver su cara de felicidad: va de la mano de su “y si fuera ella”, se miran y sonríen nerviosos. La flor ha llegado a su destino, la mano de ella. También viste de negro.

Se aman, eso no lo tengo que imaginar, todavía lo sé diferenciar. Fin de semana prometedor para ellos.


La primavera, que ya está aquí.


domingo, 15 de febrero de 2015

Secuencias que me fascinan (III)


Confieso que en algunas ocasiones he llegado al final de una película con la emoción desbordada y he llorado sin consuelo, es decir, hipando y dejando rodar lagrimones que bien podrían haber calmado mi sed en un día caluroso en medio del desierto, y sin líquido que llevarme a la boca.

El cine siempre ha sido mi refugio, mi rincón exquisito donde todo o nada podía pasar, desde donde he viajado y experimentado situaciones que jamás me habrían ocurrido en la vida real. Me hace sufrir, me enseña sobre temas que no sé, me cabrea porque me muestra la capacidad inmortal del ser humano de ser lo más despreciable. Pero sobre todo, lo que siempre me ha fascinado es que unos personajes, unas notas musicales, o el silencio, me vuelven invisible, desaparezco y ya no soy más yo.

El significado de soñar en mayúsculas sólo me lo ha dado el cine y el estar enamorada, momento en el que nunca he pensado en lo que los demás puedan darme, sino en lo que soy capaz de dar. Y esta película está llena de todo esto, de cine, de amor, inconmensurable amor al cine; es por eso que desde las primeras notas de Ennio Morricone ya sabes que no tienes escapatoria, te envuelve la nostalgia invisible del paso del tiempo, de aquellos días en los que la única obligación que tenías era vivir, y la posibilidad de la muerte aparecía como un personaje extraño, afín a los adultos, pero que cuando te toca en la infancia te deja sin ser más niña de un hachazo, ¡corten! ¡mierda!




Muchos se niegan a ver a Cinema Paradiso de Giusseppe Tornatore como una gran película, reconociendo que tiene sus trampas, o simplemente hablar de ella porque les parece demasiado sensiblera o “de llorar” (como si no hubiese llorado yo en películas de guerra, de periodistas, de la mafia…), pero es precisamente por eso, porque no hay ser que no se emocione en algún momento lo que en parte les preocupa. Muchos siguen pensando que mostrar sentimientos es etiquetarse para siempre de vulnerable, lo que me recuerda que cuando veía películas en compañía de mis hermanos, en cuanto la cosa se ponía de ¡uuuffffff!, los tiros cesaban o los personajes se besaban,  comenzaba el intercambio de tonterías entre ellos o a jugar dándose golpes, y ya no había paz; uno de los motivos de sólo ver cine con gente con la que poder ver cine o en soledad. “Los hombres no lloran”, “tengo una imagen que mantener”,…ya sabéis, todas estas cosas, y a lo mejor es cierto en parte, quién quiere aparecer débil frente al otro. Yo, pues no me importa, porque viendo cine ya no estoy aquí, a este lado de la pantalla, pertenezco por entero al celuloide que me absorbe sin pausa.

La secuencia que me fascina de Cinema Paradiso es sin duda la que todos tenéis en mente, la de Salvatore (Jacques Perrin) adulto viendo el magnífico montaje que le hizo su gran amigo el operador (Philippe Noiret) con todos los besos y escenas censuradas en ese cine que le vio crecer y donde aprendió todos los trucos del oficio, ese cine donde se enamoró del cine. Porque toda la película es un homenaje al amor por el cine, a los que amamos el Cine sin control, al amor, y a la amistad que no deja de ser otra clase de amor.



          


Amor, amor…
¿Qué hay más importante en esta jodida vida que ese sentimiento poderoso? Porque cuando eres correspondido por lo que sea, o quien sea del que estés profundamente enamorado la sensación de “absolute power” es tan brutal que asusta.

Me emociona el sonido del proyector, sonido fascinante que surge por ese pequeño agujero hecho en la pared tras el cual sabes que en el inaccesible y mágico habitáculo hay un hombre (nunca vi una mujer) manejando unas latas que resguardan la preciada copia: vulnerable, delicada, sobada y, a veces, muy perjudicada. Pero ni las rayaduras, ni los fotogramas vacíos o inexistentes, o las manchas me hacían regresar a la realidad. Esos primeros pitidos que marcaban el comienzo de la cinta, esos números en los fotogramas blanco sobre negro, y al empezar la película, el sonido del proyector como que se diluía. Mis pupilas dilatadas de niña absorbiendo metros y metros de ese celuloide que a veces se quemaba en cabina y que la destreza del operador arreglaba con prontitud.

Añoranza hasta del material, la textura, que ya nunca es la misma. Amo ese cine de grano e imagen imperfecta, el del artesano.

Y al encenderse las luces, de nuevo traspasamos el umbral de la fantasía, marchándonos de la sala con las imágenes y las palabras amontonadas en nuestra cabeza, en las tripas, en la piel, o en el limbo más profundo de nuestro cuerpo, nuestra conciencia. Masticando con la mente, cerrando los ojos para rememorar ciertas imágenes que se quedarán en nuestro museo particular en exposición virtual.


El cine no se acabará nunca.

domingo, 1 de febrero de 2015

Con el hormigón y el cine has de ser meticuloso


No sabía nada de la película hasta que esta semana vi un cartel en el que se ve a Tom Hardy conduciendo. Me llamó la atención su fotografía nocturna muy “Drive”. No he leído nada sobre ella porque no me interesa saber la valoración de los expertos ya que todo eso de las críticas y demás me resulta  profundamente relativo y, a veces, hasta cansino. Prefiero ver con mis propios sentidos y opinar, y ya si eso, leer después. Así que en este día ventoso, aunque tras la efímera lluvia nocturna ha salido el sol, y dando calor eléctrico a mi jodida espalda, he decidido que era el momento de ver qué tal es porque mi intuición decía que no me defraudaría.


He visto



de Steven Knight. Sí, ya sé, no se estrenó anteayer, pero es mi momento para visionarla y el momento es cuando es. A todo esto, ¿se ha estrenado aquí? Carezco de toda información. Si la has visto, sigue leyendo si te apetece, si no lo has hecho, que sepas que hay spoilers a mansalva.

Tras unos primeros planos de una gran obra en construcción bajo las pocas luces en una noche cerrada, un tipo se quita las botas de seguridad y se sube a un BMW.



Curiosa la matrícula en la que puede leerse ADIO S

La historia transcurre en tiempo real y dentro de ese vehículo, con un único personaje de carne y hueso: Ivan Locke (Tom Hardy), un hombre resfriado y decidido, en lucha continua con lo correcto. Un hombre que nos muestra todo lo que es en esos minutos de metraje: constructor manager o jefe de obra, meticuloso, padre y esposo, hombre responsable e imperfecto.

Me fascina la capacidad de la gente que tiene un control exhaustivo sobre las cosas que involucran el trabajo de muchas otras personas, lo que son capaces de hacer para que no haya problemas o, si los hay, solventarlos con rapidez. (Siempre recuerdo a la script de Truffaut en La nuit americaine).
La historia del hormigón es complicada y los factores para que se vaya todo a la mierda muchos (dejamos fuera los datos técnicos en medidas, bombas y demás porque si no estás metido en el tema constructivo te dicen que es el mayor vertido de hormigón de Europa, y tú vas y te lo crees, sin más). 





Ivan Locke es preciso y racional, sincero al extremo, y capaz de emocionarse escuchando a su hijo comentar una jugada que acaba en gol. Cometió un desliz en un momento álgido de alegría y no se lava las manos y lo olvida; no quiere culparse por no estar donde su cabeza le dice que debe estar. Las charlas por bluetooth se van sucediendo fascinándome, cómo sin necesidad de mostrar nada fuera de ese coche, se ve todo tan nítido: imaginas su casa, el hospital maternal, los rostros de sus interlocutores. Y lo más impresionante, imaginas esas cubas llenas de concreto C6 llegando a su hora en desfile sin pausa por carretera hasta la gran obra, la carga revisada por un Donal acojonado pero sobrio, y el vertido de la mezcla con la ayuda de esos hombres profesionales a los que corriendo en la noche se les ha ido a contratar. Todo preparado para el éxito, mientras su vida personal se malogra.

En hora y media pasa de tener una vida estable y feliz, a que todo se desmorone, exceptuando el vertido de hormigón a las 5:25 am, y el nacimiento de su culpa.

Un coche en marcha por unas circunvalaciones, una autopista, la lluvia, las llamadas que van aconteciendo. Voces de personas totalmente visibles sin necesidad de verlas en plano. La grandeza del minimalismo en un guión soberbio y una fotografía magnífica de Haris Zambarloukos.
¿Que hay fallos de continuidad y otras cosas que no se han tenido en cuenta o dejado pasar? Sí, pero el talento interpretativo de Tom Hardy en esa atmósfera claustrofóbica y de tensión la hacen en su conjunto una película arriesgada e inteligente, excelente in my opinión, sure! 
Una película que exige mucho a los espectadores. No apta para todos los paladares.


Ivan Locke: Two words I learned tonight. Fuck Chicago.