sábado, 21 de mayo de 2016

Cosas que me hacen feliz


Escuchar cómo mi madre ríe con ganas cuando ve un episodio del Comisario Montalbano  o de Cuéntame. Me trae sin cuidado lo que le provoque la risa, el caso es que me hace feliz verla feliz y tranquila. No existe en el mundo persona que se lo merezca más que ella.

El aroma de las fressias, mis flores preferidas, de la higuera y la lavanda. Los tulipanes.



Los colores púrpura y  turquesa con todos sus matices.

La complicidad con alguien que me guste mucho.

Poseer montones de ovillos de lanas y algodones. Imaginar proyectos y ganchillear. Compartir todo con mi tata maña.

Columpiarme como si fuera una niña en cualquier parque que me pille de camino. Los columpios solitarios suelen llamarme desde la distancia, aunque son difíciles de encontrar, por eso los valoro.

La tortilla de patata en el Alhambra en tu compañía, estoy segura que no me sabrá igual si no estás.

Flotar en el agua quieta y transparente de una piscina, dejándome mecer desnuda por la calma líquida que me pasea de un lado a otro del cuadrilátero azul.

Un “quiero conocerte” dicho por alguien que me encante y a quien también yo quiera conocer.

El sol entrando por la ventana de mi cuarto en mayo. Escuchar las aves que cada año anidan en el tubo de extracción de humos de la cocina, al que nunca he puesto copete pues quiero que regresen siempre.

Que toda mi gente (familia y amistades) esté muy bien de salud; esto quizás resulte obvio, pero es que ya está bien, hemos tenido suficiente dolor, deseo un poco de tranquilidad una larga temporada.

Una primera cita, con todos sus nervios y las expectativas que no puedo evitar construir en mi cabeza.

Las segundas citas por sorpresa, esas quedadas que no esperas y que te emocionan.

La borraja en tempura en el Ángel del Pincho. Los torreznos de Soria. Todas las tapas del mundo contigo.

Las duchas compartidas, las caricias bajo el agua, los besos mojados y el sexo excitante con aroma a hierbas de Ibiza. Y al otro lado de la puerta,  una cama king size toda para nosotros.

Comenzar un nuevo libro y saber que te va a encantar todo ese tiempo que vas a pasar con él entre las manos.

Las cervezas con mi gente acompañando las charlas sobre cualquier cosa. Los “Aperitiver” en el Tulsa Café. Todos los conciertos con los mejores amigos.

Dejar mensajes encriptados en libros que regalas a personas que amas y que no sabes si descifrarán algún día.

Empaparme con la lluvia repentina del verano. Ver un arcoíris o dos.

Los buenos besos.

Las moras, frambuesas, arándanos... todas las bayas.

Que acaricies mi espalda y sepas cómo tocarme para llevarme al séptimo cielo o al octavo. Disfrutar de tu preciosa sonrisa muy de cerca mientras coges mi rostro entre tus manos y veo como te brillan las pupilas de felicidad.

Esas noches interminables en las que curiosamente acabo durmiendo bien, sí, sé que es por estar a tu lado.

El sonido de los móviles colgantes cuando el viento los zarandea y el silencio que se escucha cuando cesa el roce.

Escuchar tu voz y tu acento, aunque sea muy de vez en cuando.

La primavera, el verano, el otoño, y el invierno en Juego de Tronos.

Cuando alguien se acuerda que coleccionas marcapáginas y te trae uno muy chulo de uno de sus viajes.

Ver cómo mis sobrinas se convierten en preciosas mujercitas y tener charlas de amigas. Que Irene me peine los sábados de comida familiar. Los pasteles que me trae mi cuñada.

Que duermas apoyado en mí y me preguntes si me importa.

Ser eterna estudiante. Los recreos entre clases, mezclarme con los adolescentes.

Que me despiertes con un abrazo cálido y unos besos.

Beber una botella de rico vino y comer un buen queso sentados en un jardín público o en la cama de un hotel.

Cantar por la calle sin importar si me miran ni lo que piensen.

Que me respeten por ser yo y no me etiqueten. Que me quieran con todas mis imperfecciones, o sea, como lo hago yo cuando te quiero.

Visionar películas, documentales o series. El cortometraje “Medianeras” de Gustavo Taretto.

Las siestas en verano con el sonido de fondo de las cigarras. Hacer el amor dentro del agua cuando es noche cerrada. Vivir sin reloj. Las Perseidas.

Imaginarme en Islandia buscando Aurora borealis.

El sushi con vino blanco acompañada.

La música mientras dibujo o cuando voy de aquí para allá.

Sentarme en las escaleras de la Lonja a leer o, simplemente ver la vida pasar, las llaves antiguas, pasear por el Carmen, comer pipas, beber rooibos chaí, el olor de las especias.

Doctor en Alaska. Cicely, Mágina, Innisfree y Hoyuelos.

Pensar en el tatuaje que quiero hacerme.

Que mi barbilla se ponga roja por el ímpetu de los besos y el roce con la suya. Los filetes tiernos como adolescentes.

Soñar con casas blancas a la orilla del mar, que me encuentro con él y todavía existe esa complicidad de antaño.

El tacto de las piedras semipreciosas. La cremosidad de un buen helado artesano.

Saber leer y tener dos manos para ganchillear. Entender conversaciones enteras en inglés en alguna serie que veo sin subtitular.

Me hace feliz los triunfos de la gente que estimo.

Que me miren a los ojos cuando me hablan y que me escuchen cuando lo hago yo.

No ser un número más en una larga lista.

Los preludios. Observar durante un buen rato la luna llena. El primer azahar de la temporada que me manda mi hermana desde Sevilla.

Encontrar mi lugar, y disfrutar de la búsqueda mientras tanto.

Los finales abiertos en el cine y la literatura.

Los “Amen” sin tilde.



lunes, 16 de mayo de 2016

Sólo soy un ciclista


En un pequeño museo de Ponte a Ema en Florencia, hay una bicicleta que encierra una historia. Es la historia de la fuerza física e interior y también de la humildad de un toscano sencillo, elevado a héroe nacional tras conquistar el Tour de Francia de 1938 para gloria de Benito Mussolini, quien utilizó la hazaña del ciclista como demostración de la superioridad de Italia sobre el pueblo galo.

Esa vieja bici recorrió más de 300 km diarios por la Toscana en los años 1943 y 1944 pedaleada por Gino Bartali, un deportista atemporal, un hombre de hierro que vio congelada lo que pudo ser una carrera deportiva magnífica por una maldita guerra. 

Nunca dejó de pedalear, y eso que se bajó de la bici cuando murió su hermano disputando una carrera ciclista, no queriendo volver a montar. Pero le animaron a que lo homenajeara subido a ella, la mejor forma de recordar. Y eso fue lo que hizo, subirse y seguir pedaleando con su fuerza bruta. Sus creencias católicas aumentaron tras este duro golpe de la vida. El beato Bartali se mostró humilde y generoso, lo cuentan todos los que se cruzaron con él, y una de sus máximas era: cuando haces un favor a un amigo no hay que contarlo, esas cosas se hacen y basta.

Eso hizo siempre: nunca contó nada a nadie. A Gino Bartali, considerado símbolo del Partido Nacional Fascista tras su gesta en el Tour nunca le importaron estas cosas de la política ni lo que pensaran de él, su discreción le ha hecho aún más grande.

Aquel niño de familia pobre, que empezó ayudando en una tienda de bicicletas, nació para andar pegado a una de esas máquinas. Su fuerza, la capacidad de aguante cuando el tiempo era adverso, (ya podían venir las lluvias, el barro, el polvo o esas etapas largas y asesinas). Pudo con todo, y sirve de muestra: Bartali ha sido uno de los mejores ciclistas del siglo XX, el sexto de cien para ser más exacto.

Pero no todo queda en las victorias deportivas, hubo mucho más.

Su época de esplendor quedó cortada por la contienda, fueron años negros en los que no había competiciones, por lo que resultaba extraño ver a un deportista entrenar por caminos y carreteras llenas de soldados en guerra. Pero, ¿quién iba a sospechar de un héroe nacional? Sus piernas y su corazón salvaron vidas gracias a esos supuestos entrenamientos diarios que lo mantuvieron en forma para conquistar Giro y Tour al acabar la guerra.

En 2003, tres años después de la muerte de Bartali, Andrea Nissim encontró casualmente el diario que su padre escribió en 1961. Giorgio Nissim, hebreo toscano, fue el cerebro de una red clandestina antifascista que, durante los años de la guerra, proporcionaba todo tipo de documentación a los judíos italianos y extranjeros perseguidos por el Régimen de Mussolini. En esos papeles del padre se detallaba cómo funcionaba esa organización de la Resistencia Italiana, ahí vio el nombre de Gino Bartali, uno de los últimos representantes del ciclismo clásico. La red necesitaba un correo que no levantara sospechas y Giorgio Nissim junto al obispo de Florencia hablaron con Bartali que aceptó sin dudar. Durante dos años pedaleó incansable con la excusa de entrenarse llevando escondida la documentación falsa en el manillar, bajo el sillín y en el cuadro de esa bicicleta que se exhibe en el museo.

Sesenta años de silencio y cuando se escribió ese diario todos supimos del valor humano del ciclista rudo de la Toscana. De sobra eran conocidas sus gestas deportivas (cuando no había coche de equipo ni quien te cambiara la rueda si pinchabas: eras tú y la bici contra los elementos), se recordaban sus espectaculares escaladas, los cigarrillos en actitud fanfarrona antes de empezar una etapa o los tragos a mitad de camino. También de su rivalidad con el joven Fausto Coppi, que llegó a dividir a Italia, y aún así unidos por una gran amistad, su mitad. Cuando Coppi murió, dijo que le faltaba su mitad. 

Ahí queda esa fotografía mítica tomada en la 11ª etapa del Tour de Francia de 1952 en el Col du Galibier, cuando uno pasó un bidón de agua al otro; quien lo hiciera sigue sin estar claro, pero como diría Bartali, qué importa, esas cosas se hacen y ya.

Sello conmemorativo Coppi-Bartali, San Marino 2010

No soy un héroe, solía afirmar, yo sólo soy un ciclista.

800 vidas salvadas de una muerte segura en cualquier campo de concentración; si no eres héroe al poner tu vida en peligro día tras día para salvar a otros, se acerca bastante.

He terminado de leer el libro “Plomo en los bolsillos” de Ander Izaguirre y en uno de sus capítulos habla de Bartali y de Coppi que la historia unió para no separar jamás, y me emocioné. Un libro de andanzas épicas y otras no tanto que recomiendo si como yo te has entusiasmado con el Tour de Francia alguna vez.



Dedico esta entrada a mi amigo Peter con el que he mantenido charlas sobre ciclismo, Tour, dopaje, fútbol, Ájax, FC Barcelona, Johan Cruyff, Pippi Langstrump y cosas así.
      ¡Sigo deseando un maillot BIC!¡Él también!


martes, 10 de mayo de 2016

Mi guardia ha terminado



Hojas afiladas se clavan en mí traspasando el cuero de las ropas y mi piel. Retuercen con rabia el acero del arma hasta astillar mis huesos. Siento que el frío de mi rostro se extiende al pecho donde me hieren, que mi cabello, húmedo de hielo, sigue el movimiento de mi cuerpo al ser embestido de forma brutal por los que consideraba mis hombres, esos que ahora me miran con rencor y odio.

Soy un vigilante aquí en el muro, soy el Lord Comandante de la Guardia de la Noche número 998. El cargo conlleva tomar decisiones complejas no al gusto de todos. Complacer a un rey es lo suficientemente difícil, complacer a dos es casi imposible. Pero soy el líder y no puedo dejar que me arrastre el desánimo o el miedo, he de permanecer despierto incluso dormido, no puedo flaquear, soy observado con constancia, de mi depende este muro y los que lo habitan. 
Vigilo, y muchas veces no puedo ver, mi vista se nubla, vigilo y en muchas ocasiones no sé nada, se enturbia mi mente.

Los que están clavando sus armas en mí creen saberlo todo y se han cansado de seguir mis dictados. Creen que acabar conmigo solucionará cualquier amenaza, por eso me están aniquilando en mitad del patio embarrado; un patio que nunca ha visto la luz cálida que dicen existe en otras tierras. No las veré, ya no.

No me había dado cuenta hasta ahora, mas aquí todo es oscuro, incluso la nieve y el hielo tiene ese tono parduzco de lodo negro. Es la noche eterna en este tiempo en el que no se descansa jamás. Quizás ahora que pierdo el hálito encuentre esa paz imposible en vida.

Me estoy muriendo, mi corazón ha sido herido de final. Se acabó para mí este tránsito que me duele tanto desde que sé que hay algo más al otro lado, la soledad no significaba nada hasta que la toqué a ella. ¡Oh, ella con su pelo de fuego! Por primera vez en mi sombría y bastarda existencia sé que otras palabras pueden ser dichas, que hay más verdades a parte de las de los altos mandos que nos preceden en este puesto olvidado e interminable.

Pues bien, aquí me tenéis Antiguos Dioses.

Mi alma exhala su último suspiro, mientras mi cuerpo cae sobre el hielo sin fuerza. Aquí quedo, petrificado sin compasión, ejecutado sin más ley que la del odio y la venganza.
¡Por la Guardia! escucho muy lejano en mi gélido final. Ya no he de preocuparme por nada: votos, honor, luchas,…porque nada queda, nada veo, nada soy.

Fantasma me vela.


Mi guardia ha terminado. 


jueves, 5 de mayo de 2016

Un palomar en el número 7


La escalera que llegaba a lo más alto de aquella casa era muy estrecha y empinada. Se notaba que mi padrino, tras comprar un trozo de tierra en la calle Gabriel González, la fue construyendo durante años al salir de trabajar a trozos, y cuando le sobraba uno le colocaba una puerta y hacía un  armario o una despensa o hacía un escalón. Era como un patchwork de retales sobrantes que se cosía sin plantilla, no siguiendo un patrón lógico ni un mismo plano horizontal,  resultaba caótica, y la altura entre plantas era excesiva pese a que las gentes que la iban a habitar eran de pequeña estatura, lo cual dificultaba la subida por cualquiera de sus escaleras, y tenía varias, ya que éstas contaban con una contrahuella que duplicaba la de un escalón normalizado.

Me gustaba recorrer todos los lugares cerrados bajo llave mientras el resto de la familia paterna de mi primo dormitaba la siesta en el sillón o en la mecedora. Era toda una aventura descubrir pequeños recovecos y tesoros al mismo tiempo. Levantar las tapas de los arcones después de colocar con mucho mimo todo lo que lo cubría sobre la cama. Fui secretearía de continuidad ya antes de saber qué era ese oficio de Cine.

Cualquier objeto me emocionaba: un antiguo plato de vidrio moldeado manualmente, una pequeña copa de licor que había quedado desparejada hacía lustros, unos paños bordados con mano de aprendiz, unas cintas de piquillo rojas rodeando un trozo cutre de cartón o una toalla con manchas amarillentas, sin usar y con su etiqueta de El Trovador todavía indemne. Lo que más me fascinaba encontrar era papeles de colores hechos tiras en dos extremos con los que en navidad envolvían los dulces de almendra, típicos de mi pueblo, y el olor a anís que desprendía la madera de la despensa oscura.

Cuando era pequeña, buscar y encontrar me resultaba mágico, una osadía andar por las alturas sin ser escuchada y abrir puertas que chirriaban tan solo al rozarlas, sin que ningún habitante se diera cuenta que yo andaba trasteando. El peligro de ser descubierta lo hacía mucho más emocionante. ¿Qué trasteas?, me habrían preguntado de haberme pillado fisgoneando por ahí.

Mirando se aprenden cosas, o una se las inventa. Lees unas letras manuscritas con trazo brusco en la trasera de un viejo retrato en blanco y negro y te imaginas el resto.
Mi familia escondía historias. El silencio llegó durante un tiempo muy triste y aciago y lo hizo para quedarse. No miraban bien a quien hablara abiertamente de cualquier cosa. Que otro familiar que nos visitaba  aderezara con palabras soeces el relato de unos hechos o de su propia vida, les hacía torcer el morro y agachar la mirada avergonzados. No se pudo hablar con claridad en aquella casa jamás, y sin embargo, miraba cualquier rincón, cualquier mueble, azulejo (o manises como gustaba decir a mi chacha Carmen) y me lo contaban todo,  aquellos objetos inertes me hablaban.

En la parte más alta de casa de mis padrinos, donde convivían tres generaciones, había una buhardilla que no era tal, pues era la entrada principal desde la calle de atrás. Existía un gran desnivel entre el gran patio delantero que daba acceso a la vivienda y esa portezuela de arriba. Aquella puerta cubierta de una mezcla de polvo, virutas de madera, y telaraña densa, no la vi abierta hasta que un día, perdida toda esperanza, di con la llave; una ardua tarea que me llevó casi todo el verano. 

Abrí y me deslumbró el solazo que me apuntaba cual Cupido, vi la estrechez de la acera y cerré sorprendida, esperaba el vacío, quedando ciega momentáneamente al pasar con brusquedad de la luminosidad a la oscuridad de ese habitáculo sucio y desordenado que fue el taller de carpintero del abuelo Santiago y de su hijo, mi padrino, después. Un lugar paralizado en los años 50 y silencioso como las gentes de abajo. Recuerdo visualizar a las personas, que hacían encargos al abuelo, traspasar esa puerta sólida un mediodía cualquiera.

En esa estancia se agolpaban todo tipo de herramientas de carpintería: cepillos, sierras, formones, escuadras, lápices gruesos a los que se sacaba punta con la navaja, siempre en los bolsillos… No se veían ni las paredes ni los techos y sí algún almanaque con imágenes de vírgenes.

Me gustaba rozar con las yemas de mis dedos las grietas de la madera del banco de trabajo, me movía por allí como pluma ligera tratando de no mancharme pero fascinada ante tanto tiempo retenido, días, meses, años, vidas enteras, y de vez en cuando, el sonido de una voz que saluda a un vecino tras el portón que da a la calle.

El zurear de las palomas acompañaba mis incursiones vespertinas por esa zona de la casa a la que se accedía por aquella angosta escalera. Una escalera que por la noche me aterrorizaba pues carecía de luz natural, y la pera con su fluctuante luz amarillenta se apagaba por completo antes incluso de haber llegado a tu destino, y esas paredes que crujían sin cesar tras la calima de toda la jornada me obligaban a meter la cabeza bajo la sábana intentando pensar en otras cosas más chulas. Al día siguiente no me acordaba de nada y todo volvía a empezar.

Mi primo tenía un palomar en la terraza junto a la carpintería de su abuelo. Estaba ahí por la promesa hecha a su padre de cuidarlo, de mantenerlo en perfecto estado de revista: limpieza, agua y panizo. Una suelta y a volar libres por el cielo para regresar más tarde a los enrejados bajo techumbre.

¡Cuántas veces nuestra chacha Carmen, la tía paterna de mi primo, subiría peligrosamente esa escalera infernal cargada con pozales de agua para hacer las tareas que le correspondían a él y de las que se escaqueaba sin pudor siempre que podía!

Era hijo, nieto y sobrino único, le perdonaban todo. Por aquel entonces yo era La Nena, la única niña de la familia a la que sólo se le pedía que comiera mucho ya que estaba muy seca.

Mi primo hablaba el idioma de las palomas, y pese a que me gustaba ese sonido gutural de las aves durante la siesta, no le veía la gracia a todo aquello, sólo veía las cantidades ingentes de cacas que recogía, y eso  me devolvía a la realidad más terrenal.

Me habría encantado poder conservar alguna de esas llaves pesadas y antiguas, sobre todo la de casa de mis abuelos maternos, donde nací junto a la higuera. Hace meses que pienso mucho en ellas, y en comenzar una escueta colección.