jueves, 5 de mayo de 2016

Un palomar en el número 7


La escalera que llegaba a lo más alto de aquella casa era muy estrecha y empinada. Se notaba que mi padrino, tras comprar un trozo de tierra en la calle Gabriel González, la fue construyendo durante años al salir de trabajar a trozos, y cuando le sobraba uno le colocaba una puerta y hacía un  armario o una despensa o hacía un escalón. Era como un patchwork de retales sobrantes que se cosía sin plantilla, no siguiendo un patrón lógico ni un mismo plano horizontal,  resultaba caótica, y la altura entre plantas era excesiva pese a que las gentes que la iban a habitar eran de pequeña estatura, lo cual dificultaba la subida por cualquiera de sus escaleras, y tenía varias, ya que éstas contaban con una contrahuella que duplicaba la de un escalón normalizado.

Me gustaba recorrer todos los lugares cerrados bajo llave mientras el resto de la familia paterna de mi primo dormitaba la siesta en el sillón o en la mecedora. Era toda una aventura descubrir pequeños recovecos y tesoros al mismo tiempo. Levantar las tapas de los arcones después de colocar con mucho mimo todo lo que lo cubría sobre la cama. Fui secretearía de continuidad ya antes de saber qué era ese oficio de Cine.

Cualquier objeto me emocionaba: un antiguo plato de vidrio moldeado manualmente, una pequeña copa de licor que había quedado desparejada hacía lustros, unos paños bordados con mano de aprendiz, unas cintas de piquillo rojas rodeando un trozo cutre de cartón o una toalla con manchas amarillentas, sin usar y con su etiqueta de El Trovador todavía indemne. Lo que más me fascinaba encontrar era papeles de colores hechos tiras en dos extremos con los que en navidad envolvían los dulces de almendra, típicos de mi pueblo, y el olor a anís que desprendía la madera de la despensa oscura.

Cuando era pequeña, buscar y encontrar me resultaba mágico, una osadía andar por las alturas sin ser escuchada y abrir puertas que chirriaban tan solo al rozarlas, sin que ningún habitante se diera cuenta que yo andaba trasteando. El peligro de ser descubierta lo hacía mucho más emocionante. ¿Qué trasteas?, me habrían preguntado de haberme pillado fisgoneando por ahí.

Mirando se aprenden cosas, o una se las inventa. Lees unas letras manuscritas con trazo brusco en la trasera de un viejo retrato en blanco y negro y te imaginas el resto.
Mi familia escondía historias. El silencio llegó durante un tiempo muy triste y aciago y lo hizo para quedarse. No miraban bien a quien hablara abiertamente de cualquier cosa. Que otro familiar que nos visitaba  aderezara con palabras soeces el relato de unos hechos o de su propia vida, les hacía torcer el morro y agachar la mirada avergonzados. No se pudo hablar con claridad en aquella casa jamás, y sin embargo, miraba cualquier rincón, cualquier mueble, azulejo (o manises como gustaba decir a mi chacha Carmen) y me lo contaban todo,  aquellos objetos inertes me hablaban.

En la parte más alta de casa de mis padrinos, donde convivían tres generaciones, había una buhardilla que no era tal, pues era la entrada principal desde la calle de atrás. Existía un gran desnivel entre el gran patio delantero que daba acceso a la vivienda y esa portezuela de arriba. Aquella puerta cubierta de una mezcla de polvo, virutas de madera, y telaraña densa, no la vi abierta hasta que un día, perdida toda esperanza, di con la llave; una ardua tarea que me llevó casi todo el verano. 

Abrí y me deslumbró el solazo que me apuntaba cual Cupido, vi la estrechez de la acera y cerré sorprendida, esperaba el vacío, quedando ciega momentáneamente al pasar con brusquedad de la luminosidad a la oscuridad de ese habitáculo sucio y desordenado que fue el taller de carpintero del abuelo Santiago y de su hijo, mi padrino, después. Un lugar paralizado en los años 50 y silencioso como las gentes de abajo. Recuerdo visualizar a las personas, que hacían encargos al abuelo, traspasar esa puerta sólida un mediodía cualquiera.

En esa estancia se agolpaban todo tipo de herramientas de carpintería: cepillos, sierras, formones, escuadras, lápices gruesos a los que se sacaba punta con la navaja, siempre en los bolsillos… No se veían ni las paredes ni los techos y sí algún almanaque con imágenes de vírgenes.

Me gustaba rozar con las yemas de mis dedos las grietas de la madera del banco de trabajo, me movía por allí como pluma ligera tratando de no mancharme pero fascinada ante tanto tiempo retenido, días, meses, años, vidas enteras, y de vez en cuando, el sonido de una voz que saluda a un vecino tras el portón que da a la calle.

El zurear de las palomas acompañaba mis incursiones vespertinas por esa zona de la casa a la que se accedía por aquella angosta escalera. Una escalera que por la noche me aterrorizaba pues carecía de luz natural, y la pera con su fluctuante luz amarillenta se apagaba por completo antes incluso de haber llegado a tu destino, y esas paredes que crujían sin cesar tras la calima de toda la jornada me obligaban a meter la cabeza bajo la sábana intentando pensar en otras cosas más chulas. Al día siguiente no me acordaba de nada y todo volvía a empezar.

Mi primo tenía un palomar en la terraza junto a la carpintería de su abuelo. Estaba ahí por la promesa hecha a su padre de cuidarlo, de mantenerlo en perfecto estado de revista: limpieza, agua y panizo. Una suelta y a volar libres por el cielo para regresar más tarde a los enrejados bajo techumbre.

¡Cuántas veces nuestra chacha Carmen, la tía paterna de mi primo, subiría peligrosamente esa escalera infernal cargada con pozales de agua para hacer las tareas que le correspondían a él y de las que se escaqueaba sin pudor siempre que podía!

Era hijo, nieto y sobrino único, le perdonaban todo. Por aquel entonces yo era La Nena, la única niña de la familia a la que sólo se le pedía que comiera mucho ya que estaba muy seca.

Mi primo hablaba el idioma de las palomas, y pese a que me gustaba ese sonido gutural de las aves durante la siesta, no le veía la gracia a todo aquello, sólo veía las cantidades ingentes de cacas que recogía, y eso  me devolvía a la realidad más terrenal.

Me habría encantado poder conservar alguna de esas llaves pesadas y antiguas, sobre todo la de casa de mis abuelos maternos, donde nací junto a la higuera. Hace meses que pienso mucho en ellas, y en comenzar una escueta colección.





2 comentarios:

  1. Preciosa descripción de una parte de tu infancia. Ha sido, como fisgar a tu lado.
    ¡Brava!

    ResponderEliminar
  2. Como si estuviéramos en la cabeza de la niña y viéramos con sus ojos.

    ResponderEliminar

Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea