domingo, 3 de diciembre de 2017

Esa gente (I)


Existe un tipo de ser humano que se hace notar, y no precisamente porque posea dotes que le permiten sobresalir de los demás de una manera creativa y positiva, aunque ellos mismos pensarán todo lo contrario.

Esta gente es conocida como Los abusadores, y son aquéllos que hablan con voz, gesto tajante, y con una seguridad pasmosa sobre cualquier tema, sin admitir discusión posible ni adoptar un mínimo de flexibilidad o empatía. Tienen la razón absoluta y punto, la verdad está en ellos. Lo creen así, y como creer es poder…

Esta mañana (martes 28) ha subido al bus esa clase de persona encarnada en pequeña mujer que insiste en preguntar una y otra vez por qué no va la calefacción. El conductor, que ya le ha respondido la primera vez que acababa de ponerla al salir de cocheras, la mira por el retrovisor con cara de ya estamos con la casina de turno, y no me extraña. Lo mismo te hace la misma pregunta colocando las palabras en distinto orden por si no la has entendido bien a la primera, que comenta, así, para el público en general: tanta manifestación para qué, es tontería, el que paga manda y no hay más.

Arreglada de un bandazo toda la política social del país para los próximos cien años.

El resto de viajeros, que se han ido incorporando al trayecto de esta señora, calla o asiente. Mas ella no conoce ese verbo sinónimo de cerrar el pico y se pasa el viaje hablando con discurso fidedigno. Qué gran política se ha perdido la humanidad, no entendéis nada.

Yo me he permitido contestar a la mujer cuando todavía éramos únicas ocupantes del vehículo. Le he dicho, muy tranquila, que no se preocupara, en cuanto se llene el autobús hará un calor insoportable. He obtenido su respuesta al viento, claro, esa clase de gente nunca mira directamente a su interlocutor. ¿Qué tendrá que ver que esto se llene de gente para que haga calor? (¿Cómo?, he pensado yo) Y la buena mujer ha seguido insistiendo al conductor para que pusiera la calefacción más alta. El pobre hombre, que tenía cara de haber cambiado el turno esa misma mañana, ha pasado de ella. Monotema durante veinte minutos.

Una se calla porque desea tener un buen día, pero he de reconocer que le habría dicho unas cuantas cosas bonitas.

Qué gente más miserable para luego ser de los sumisos con el poder y ciegos conformistas ante hechos deleznables que se cometen con total impunidad delante de nuestras narices.

Le importa una mierda si estabas antes que ella en la parada, o si tienes el turno en la frutería y estás siendo atendida. Ella pasa delante de ti como ráfaga de ametralladora. Si tuviera una altura mayor sería como el elefante de la cacharrería esa. No tiene educación ni respeto, sólo existe ella y su circunstancia, ella y su contratiempo. Los lugares comunes emergen reales sólo porque ella entra en escena. Ponme la calefacción, hace más frío aquí que en la calle, pues no hagas ninguna parada, tira corriendo, dame un kilo de patatas y cebolla tierna. Estoy atendiendo, espere su turno. ¿Qué espere mi qué?

 Yo, yo y yo. No existimos a menos que le llevemos la contraria.

Confieso que me exaspera encontrarme con ella. No me gustan sus maneras, no me gusta su voz ni lo que dice. Así que para abstraerme he dado más volumen a los actores de la secuencia de El secreto de sus ojos que llevo puesta. Después, me ha venido a la cabeza la única frase que recuerdo del libro de inglés de la E.G.B. La frase del adolescente protagonista, un tal Peter, que decía así:

Where is Seattle, mother?


martes, 21 de noviembre de 2017

No es país para Musettas


Noviembre. Frío matinal. Están adecentando las rotondas de entrada a Alaquàs. Parece que van a plantar nuevos arbustos en la de la torre girada.

Llevo una boina hecha por mí a ganchillo (crochet, como decía siempre mi abuela cordobesa) a la que no escondí en su día la cola de hilo; supongo que para no darla por finalizada y mantener así la posibilidad de añadir algo más, aunque no le hace falta.

Un avión vuela bajo sobre nuestras cabezas cuando nos incorporamos al puente de entrada a València. Mucho tráfico rodado, muchos vehículos aparcados por todos lados. Es absurdo ver tanto cinco plazas con sólo el conductor como ocupante. ¡Qué pérdida de todo! Y mientras, peatones, corredores matutinos,…respirando ese aire infectado. Pero se enfadan por la ampliación del carril bici. Ahí estamos, con un par.

En el trabajo me llaman rara, hippie y sindicalista. De todos los nombres  que se me adjudican, éste último es el más curioso porque existimos los trabajadores y los trabajadores a los que se les permite elegir horario, tajo y el lugar donde desempeñar esas tareas (su casa, principalmente). Supongo que pertenecer al primer grupo es culpa nuestra, pues por mucho que miramos los papeles antes de firmar desconocemos la existencia de esas cláusulas que marcan esos privilegios en el contrato laboral. Por eso me extraña tanto que me llamen sindicalista cuando lo único que pido es que si he de salir fuera de la oficina a currar no acabe costándome dinero. Ratean el almuerzo. No somos VIP, pero puedo asegurar sin pudor que desde que he llegado a la empresa la gente se ríe mucho más, por no decir se ríe a secas. Hasta he conseguido algo inaudito, que el farmacéutico joven sonría abiertamente al darme los buenos días cuando levanta la persiana. Si no le miro porque voy a lo mío o busco la llave en mi bolso, espera unos segundos, me busca hasta que hay contacto visual. No os podéis imaginar lo que es entrar en esa farmacia, el viejo y el joven parapetados tras el mostrador tiesos como una vara y con gesto mecánico, como una suerte de antepasados del Nexus-6 que no dan ni los buenos días. Así que sí, esa sonrisa ha sido el triunfo del lunes. Algo tendré.

Anoche comenzó mi etapa de bajona pre-navidukahh, y parece que la lista aleatoria de canciones lo sabe bien esta mañana, porque todas recalcan aún más esa sensación de bajada. Aunque no llueve, este frío sol de otoño a 5 grados me permite abstraerme del exterior y no escuchar nada ni a nadie.

Todo se ve diferente cuando se acerca diciembre. Percibo alrededor una mueca como de final, y prometo que no voy predispuesta a sentir así, simplemente ocurre. Luego recuerdo que cada año se repiten las mismas conversaciones, que todo es cíclico y vuelve y no le doy mucha importancia.

De esta época festiva me gusta el invierno y todo lo que me recuerda a él, como los adornos escandinavos, el olor de las mandarinas, mi rooibos con especias o la llegada del nuevo aroma de temporada en mi franquicia francesa de cosmética natural. Me gusta pensar en estar leyendo cerca de una chimenea encendida, arropada por una manta o abrazada por esa persona que me tiene loca.

De todos los sonidos que me gustan el crepitar de la leña ardiente es uno de mis favoritos. Recuerdos de mi niñez soplando por una caña hueca y gruesa por donde se perdía mi bocanada de aire, el fuego ni se inmutaba con mi esfuerzo. Al menos hacía reír a mi abuelo materno que reavivaba la llama en un pis pas.  

Me fascina pensar en aquellos momentos en los que el televisor era un simple objeto decorativo que se encendía de uvas a peras. ¡Había tantas cosas que observar! Mirar el fuego era adictivo y hasta la cosa más nimia era importante. La gente hablaba junto al fuego, hablaba, ¿lo podéis creer? Echo de menos esa ruralidad de campo, a mis familiares que ya no están y a tantas historias que no fueron contadas. Lo preguntaría todo de tener la oportunidad de regresar. A veces me gustaría que todo el tinglado de redes petara, que volviéramos a la calma, a la espera de las cartas. No sé si seríamos capaces de sobrevivir, pero a mí me da vértigo pensar que vivimos otros tiempos que nunca más volverán, tiempos en los que no sabíamos de todo, que había que ir a la biblioteca para buscar información, y que todo necesitaba su tiempo. Por eso me encanta tejer con ganchillo, el tiempo que ocupo en hacer una prenda es mi ofrenda personal, y la satisfacción de crear algo con mis manos. Regresar a la base.

Bien, cada día somos espectadores de un sinfín de pequeños finales: el fin de trayecto, de la tarea, el fin de jornada, el final del libro, el fin de una explicación, de las pilas, de la pastilla de chocolate, el final del día…pero desde anoche y hasta el siete de enero, todos y cada uno de ellos me resultan más final que nunca.

Me dicen que soy rara porque leo, me llaman hippie sensible vete a saber el porqué. Me llaman, me etiquetan, me juzgan, no sé cómo me verá la gente con la que me cruzo cada mañana, pero sería chulo poder verse desde fuera por un rato.


Una cosa tengo clara, soy la que ríe cada día porque me lo propuse así un buen día, pero, permitidme que en algún momento esté como ausente, pues esa también soy yo y la necesito.



sábado, 26 de agosto de 2017

Anotaciones


Tengo una habilidad innata para crearme expectativas, para suponer y para imaginar (uno de mis tantos fallos como ser humano). También poseo la capacidad, habiendo alcanzado una destreza nivel Premiun Plus, de tomarme las cosas de forma personal ya que todo me afecta sobremanera debido a mi pericia al ponerme en el lugar del otro, olvidándome del mío. Así es como se pierde la referencia de una misma, que al fin y al cabo es lo que nos engrandece, quedando a merced de bandoleros negacionistas que levantan muros a la de tres.

No me protejo por defecto, soy crédula natural, y ante conversaciones con amigos, triviales en un principio pero que te deparan sorpresas nada halagüeñas después, acabo tocada de acero por treta de la manotada[1]

Resulta decepcionante el amigo que miente, me frustra no encontrar un mínimo de verdad donde juraría que la había, y siento temor a no encontrarla nunca más en nada o en alguien. Y te percatas del egoísmo, ese que nos marca las pautas en esta sociedad enferma y desconectada con la piel.

Las palabras duelen y aunque tu interlocutor se da cuenta por la expresión de tu cara que ha metido la pata con gratuidad, la palabra ya ha sido dicha, no se puede obviar que la he escuchado, la mastico despacio y sin mover un músculo de mi cuerpo con el asombro por lo inesperada. Y cuando soy consciente de todo el conjunto me siento accesorio.

Afirmo todo lo anterior con rotundidad lo cual es prueba segura de mi gilipollez.

Como ya expuse en otra ocasión y resumiendo, Holden Caulfield decía que contar tus cosas era fastidiarlo todo aún más, y sí, a veces noto en mis carnes lo absurdo de hablar porque me hace más vulnerable y no todos son honestos, mas confieso que llegado un punto peligroso, necesito respiración asistida y un desfibrilador.

Gané el premio a la mayor comedura de cabeza en el año 2012 y desafortunada de mí, lo he ido renovando cada año, con experiencias laico-festivas incluidas de por medio, hasta anteayer.

A día de hoy no sé nada con certeza; bueno, sí, que me voy a tatuar y que iré a Islandia algún día, que me encanta ir descalza, el tacto de unas manos acariciándome mientras nos besamos. Que me gustaría bañarme desnuda en su piscina y buscar moras. Que no me gustan las noches insomnes por ver fotografías en las que imagino todo cuando ese todo incluye la nada conmigo, que no me gusta que den por hecho mis deseos sin preguntarme previamente… ¡ah! que mi romanticismo no me hace princesa, y la certeza mayor: este verano todos los mosquitos llevan mi ADN.

foto ©Ana Meca




[1] Esgr. Aquella en que el diestro con la mano izquierda, separa rápida y violentamente de la línea recta la espada del contrario, quedando en disposición de herirle.

martes, 15 de agosto de 2017

No queda más que viento

Faro de Santa Marta ©Ana Meca, 2005

Si tuviera que elegir un edificio favorito sería la Casa de la Cascada de mi estimado Frank Lloyd Wright, pero si me preguntan por mi edificación, estructura y demás, respondería: los faros.

Siempre me he sentido fascinada por la majestuosidad de esas construcciones, también por su soledad encaramada a la roca o a un islote de difícil acceso.
Son preciosas joyas que motean las líneas de costa, sin parecido entre ellos, pero hablando el mismo idioma. Una suerte de amuleto para navegantes intrépidos.

Al principio de los tiempos, los que se aventuraron a surcar las aguas marinas, se guiaron por la orografía natural del terreno durante el día para llegar a un lugar seguro, aun desconociendo su nombre. Cuando el reconocimiento se hizo complicado por la monotonía del relieve se implantaron las primeras señales artificiales como las famosas columnas de Hércules, un gran misterio. A medida que las rutas comerciales fueron más largas, todas estas marcas fueron insuficientes y se optó por la utilización del fuego en puntos determinados de las costas que facilitaban su localización durante la noche. Para preservar estas hogueras se construyeron estructuras artificiales que las elevaban y protegían de las inclemencias del tiempo.
Así nacieron los faros, con el de Alejandría, de ahí su nombre venido de la isla de Pharos donde se erigió éste, aunque existe la teoría de que se llaman así por la palabra helénica Pharah, nombre egipcio del Sol.

Cualquier hipótesis me vale, todo resulta mágico y fantástico cuando se habla de faros gracias a la literatura y al cine, y por supuesto a nuestra imaginación.

Los faros de cantería, los metálicos, con fuego de leña, lámparas de aceite de oliva, vapor a presión, con sistemas ópticos, luz eléctrica. Algunos de ellos impracticables, otros como grandes torres vigías emplazados en lugares estratégicos, multitud de ellos desaparecidos convertidos en leyenda para la eternidad y el hambre de los soñadores.

Cuando me encuentro junto a uno me gusta observar su trazado como si lo quisiera atrapar en la memoria para poder dibujarlo después con todos sus detalles (cómo me importan los detalles). No sé dibujar, así que me limito a recordarlos desde mi pequeñez, a lo sumo los fotografío como recuerdo del  viaje.

El faro, tocado por el mar para siempre, me huele a verano aunque permanezca erguido no importa la estación. Acerco a mi oído la caracola comprada en Cascais, en un puesto callejero muy cerca del faro de Santa Marta y escucho ese mar Atlántico calmado cuando llega a ese trozo de costa portuguesa.

Me relaja mucho ese sonido, es curioso cómo queda atrapado en una concha no siendo más que viento.




"No es amor un amor
que cambia siempre por momentos,
o a distanciarse en la distancia tiende. 
¡Oh, no! Es un faro imperturbable
que contempla las tempestades y nunca se estremece..."

dice Shakespeare en su soneto 116 traducido así para la película Sentido y sensibilidad, de Ang Lee.

Quisiera ser faro a ratos frente al amor: imperturbable, y soy más como Marianne Dashwood cuando desde la distancia y bajo la tormenta cita esos versos, y estremecida se viene abajo.




miércoles, 5 de julio de 2017

Y todavía estamos a 5 de julio


Creo que mi fascinación por los mapas se está convirtiendo en una obsesión. El otro día, el mejor amante que he tenido hasta la fecha me propuso ir a cenar a un excelente restaurante japonés de la ciudad y pasar la noche juntos en su casa con piscina y le dije que no, que andaba metida en algo gordo y no quería que nada enturbiase mi mente.

Y es que este proyecto me lleva a maltraer, porque no se trata de encontrar objetos y calificarlos como cuando hice la ruta de los torreznos o la de la ensaladilla rusa, no, cuando se trata de personas no se puede tener un plan de trabajo al uso, los problemas surgen cuando menos te lo esperas, todo es impredecible con los hombres.

Me contaba una amiga lo difícil que le resulta conocer a un hombre con el que mantener una relación tranquila, compartir gustos, reírse, así que me he ofrecido a localizar a todos los tarados de mi ciudad durante el verano. Sí, ya sé que es una investigación harto laboriosa y que incluso puede resultar peligrosa, pero creo que es mi deber como ciudadana de bien que tiene tiempo libre poner en conocimiento a cuanto imbécil pulula tranquilamente haciendo el mierder.

Escogí una aplicación de contactos al azar, es la mejor forma de tratar con este tipo de sujetos y por eso desaconsejo su uso, aunque allá cada cual. Empecé un poco a la aventura, en principio sólo tengo citas con los que me llaman la atención por algo que veo en su fotografía o por lo que dicen en el chat, aunque no te puedes fiar de nada en absoluto, esto está contrastado, todo es mentira hasta que se demuestre lo contrario. Pongo ciertas limitaciones eso sí, porque si doy total libertad el estudio sociológico se me escaparía de las manos.

Ayer, y tras algunas negativas previas, decidí dar una oportunidad y volví a quedar con Te Punto Plasta. Tiene buena conversación, viste y huele muy bien, se está a gusto con él hasta que empieza con sus halagos y a mí me suben los niveles de  azúcar en sangre.

Siempre manifestó querer algo más conmigo, y como yo no le sigo el rollo me trata con despecho, como si la canción Tu frialdad de Triana la hubieran compuesto para mí.

Anoche fuimos más lejos y nos besamos bastante entre “te comía toda” y “qué guapa eres” o el novedoso “te haría el amor mucho el resto de mi vida”. Hasta ahí todo era más o menos lo esperado, pero se apartó a eso de las 2:18 AM para decirme que nunca me querría para echar un polvo, que si soy superespecial, que me lo tengo que creer, que alguna vez no ha querido quedar porque le doy miedo, que pa’quí que pa’llá. Y veo su fondo de pantalla del móvil en la que aparece una amiga, la mujer de la que está enamorado, me dice. Y como no me ando con rodeos con él le dije unas cuantas cositas. Punto uno: si estás enamorado hasta las trancas (T. dixit) de una mujer, ¿qué hostias haces hablándome así y besándome como si no hubiera un mañana? Punto dos: el concepto de querer amarte toda la vida se ha distorsionado bastante, creo…y seguí enumerando hasta que se bajó del coche espantado, diciendo aquello de ya te llamo mañana y hablamos.
¿Hablar mañana, para qué?

Al día siguiente, o sea hoy, quedo con uno al que había dejado plantado en una cita anterior para ver su reacción. Insistió tanto que ahí estaba yo, esperando a que pasara a recogerme para ir a comer.
Me subo al coche y un pestazo a tabaco que tumba, no me gusta su forma de vestir, pero me digo, adelante, te tomas algo con él y te vuelves para casa. Craso error, él tenía otros planes.

A dos pasos de donde iba a parar el coche me dice: he comprado salmón y ensalada y así nos conocemos un poco más. No me da tiempo a reaccionar, estaciona en una zona de casas bajas, y  es abrir la puerta del copiloto y la de su casa todo en uno, entrar y sin cerrar la puerta aquello de se me ha estropeado el aire acondicionado y ¡zas! se echa sobre mí para meterme la lengua hasta el fondo intentado meterme mano a la vez. Lo aparto mientras le digo, esto no. Salgo por la puerta y mientras camino escucho yo te llevo, espera que yo te llevo, mujer.
No, no me llevas, me voy yo.

Son sólo dos ejemplos de lo que me voy encontrando que no están mal. En dos días dos merluzos localizados y adjetivados.  No sé qué me ocurrirá mañana, pero dado lo que está dando de sí el tema, tendré el mapa finalizado para septiembre, y menudo mapa. Cada día supera al anterior, esto es un no parar.

Confieso que hay momentos en los que me cuesta controlar mis nervios, pero soy una profesional del hallazgo y he de llegar hasta el final.

Puede parecer que estoy corriendo riesgos innecesarios o que hago el capullo, pero alguien tiene que hacer el trabajo sucio,… lo sé, todavía estamos a cinco de julio.


Basado en hechos reales. Cualquier parecido con la realidad de la verdadera protagonista es pura coincidencia, ésta supera con creces la ficción.

Dedicado a mi tata Pina, Récord Guinness de muchas cosas buenas y también de ésta.


domingo, 16 de abril de 2017

Treinta años después


Al salir de la ducha, la alarma de mi calendario me recuerda que a las cinco y media de la tarde tengo la primera reunión de la temporada  en el colegio de mi hijo.

Meto en la mochila el cuaderno de notas, mi almuerzo-comida, ya que hoy, al tener que salir antes, me toca comer en mi puesto de trabajo, la merienda y un cómic para que el pequeño se entretenga mientras asisto a la “terapia de grupo”. Me pregunto por qué esas reuniones acaban siendo tan tediosas, siempre escuchando las mismas tonterías de unos pocos padres plastas. ¡Joder, que todavía están en infantil!

El aroma del colegio no cambia, y eso que ahora, siendo también instituto, los perfumes de la chavalería se mezclan con lo de siempre, la humanidad.

Cuando entro en el aula veo las sillas minúsculas formando un círculo y elijo la que mira a la puerta, manías mías, pero odio tener la puerta a mis espaldas. El profesor y la tutora nos explican cuáles van a ser las pautas generales para el curso cuando saltan las primeras preguntas obvias y sin sentido. Hago un gesto de desaprobación, pues me siento molesto por la interrupción, y la veo a ella.

Una madre me mira y me sonríe con timidez. Está claro que ha visto mi enfado y yo no sé si sonreír también o mirar para otro lado.

Cuando la reunión ha terminado de manera oficiosa, pues casi todos los padres y madres rodean al profesor dejándolo sin posibilidad de escape, ella se acerca a mí y me saluda por mi nombre. Sorprendido, le pregunto si nos conocemos y ella contesta con una risotada: pues claro que sí, ¿tanto he cambiado? Al menos espero que para mejor.

Intento verla con otras pintas: con el pelo corto quizás, le quito las gafas, y por fin la ubico.

-Estabas en Roble-3, ¿verdad? Sí, ya te recuerdo.

Intercambiamos algunas frases, nos contamos dónde trabajamos, a qué nos dedicamos, y me presenta a su marido cachas, al que estrecho la mano lo más firme posible para aparentar que yo también estoy en forma.

En la despedida, un nos vemos por aquí inevitable, y para casa. Mi hijo me pide que ponga a Vainica Doble, que quiere cantar. La verdad es que me alucina la sencillez con que aprenden todo, lo rápido que absorben lo novedoso, aunque no tengan idea del significado de lo que dicen las canciones. 

Caramelo de limón, el sol de mi país.

Espero que mi hijo tenga un mejor tiempo escolar que yo. Mis recuerdos duelen, ya menos, por supuesto, pues tengo mis prioridades. En el colegio se amenaza al que es diferente, te apartan. La de veces que me escondí para leer o dibujar, la de veces que se comieron mi almuerzo, me tiraron la bandeja en el comedor, mearon en mi refresco, y aquella maldita vez que me ataron a un árbol mientras corríamos campo a través en clase de Educación Física. Cuando el profesor me encontró, me preguntó quiénes habían hecho eso. No contesté por temor a represalias, pero no dejé de preguntarme de dónde demonios habían sacado las cuerdas.

Confieso mi miedo mezclado con el ansia por aprender. Me interesaban algunos compañeros, unos pocos a los que también molestaban los fuertes,  eso me aliviaba. Sé que es cruel decirlo, pero esa es la verdad, mientras molestaban a otro o a otra, nadie se fijaba en mí.

En la Universidad todo cambió, menos mal.

El mensajero ha llegado con un paquete para usted, me dicen desde el puesto de seguridad del museo.
Cuando lo abro me quedo sin palabras. Montones de dibujos hechos por mí que esparzo sobre el escritorio, hojas arrugadas como rescatadas de papeleras, pinturas que no recuerdo haber intentado y la nota de la mamá del cole de mi hijo en la que me dice que siente haberme espiado muchas veces, que siempre le parecí un tío creativo. Que la casualidad ha querido que el encuentro en el cole coincida con la mudanza de su madre y el vaciado de su cuarto de adolescente, donde ha encontrado la carpeta llena de cosas de nuestros días en el instituto.  Me pide perdón mil veces, y me ruega que acepte lo que me perteneció siempre y nunca debí tirar. 

Lo cierto es que con sus palabras consigue que me sienta abrumado, pero contento.

Han tenido que pasar treinta años para saber que en el instituto había personas más allá de la brutalidad de algunos. No lo tuve fácil y, en algún momento, quise rendirme, marcharme de allí, pero imaginé que ocurriría lo mismo en otro lugar y aguanté. Al año siguiente me dejaron un poco en paz, supongo que las nuevas hornadas desviaron la atención.

Desde que soy padre me aterra pensar en el acoso en las escuelas, más presente cada día.

Intento enseñar a mi hijo a respetar, también a imaginar y a jugar. Le demuestro mi amor por la música, por la lectura y por el cine. Luego será lo que tenga que ser, pero quiero que sus decisiones sean libres, sin imposiciones, dogmas ni miedos.

Dibujo de Jacobo Bergareche


sábado, 8 de abril de 2017

Los sentidos. Gusto


Asocio sabores a momentos concretos de mi existencia.

Mi gusto, al igual que el olfato, está muy desarrollado. Hay matices que no puedo separar de ti y de nuestros días en aquella nada que fuimos. Dicen los especialistas que cuando has de dejar marchar de tu lado a alguien que amas, durante un tiempo prudencial debes evitar recorrer los lugares por los que paseasteis juntos, dejar de comer los platos favoritos comunes, no escuchar canciones que te hablen de él…y así con todo, para no aferrarte al hilo que te une a él, un hilo que, por otra parte, puede ir en un solo sentido, el mío casi siempre.

Pero qué quieres, soy masoca y me reto, y aunque el sabor del sushi  con vino blanco es algo muy de aquellos días, no dejo de comerlo cuando tengo ocasión. Esté con quien esté, me recuerda al sabor del roce de tu rodilla con la mía aquella noche infinita que comenzó con un vino de Jerez y unos trozos de queso sabroso; a tus manos mientras te echaba crema, a tus labios dispuestos aunque te durmieras sobre mi pecho. Resultaba gracioso, en el momento en el que decidía besarte en tu sueño plácido, tu boca se ponía en movimiento llevando a cabo lo que estaba ejecutando hasta que el cansancio y el sueño leve te rendían. Qué sabor magnífico tu boca, tu lengua, tu saliva.

El sabor excitante de nuestro primer beso y de los siguientes lo paladeo de vez en cuando. Son recuerdos tan nítidos que me siguen emocionando, a la vez que me ordeno que he de dejarte ir. ¿Dejarte ir adónde, si ya te fuiste hace mucho?

El primer trago de cerveza siempre me excita, tal cual, y los siguientes me mantienen con la incertidumbre por lo que pueda pasar. Mi cuerpo se prepara y es inevitable, entro en otra dimensión y pienso en el placer de la carne. Si te tengo enfrente no dudo en abalanzarme sobre ti, mas me contengo, soy fuerte. Te comería entero, pero me freno, ¡qué tonta! Los momentos que no aprovechas se pierden, hablo por experiencia propia.

Recuerdo el sabor de la tiza que, cuando limpiábamos la pizarra en el cole, solía chupar. La barrita blanca era un poco áspera para mi gusto. Lo cierto es que en esos días lo probaba todo, no sé en qué estaba pensando pero en una de esas tardes ociosas en las que enjugascadas nos íbamos a los límites del pueblo,  no lejos de casa y del centro del mismo, andábamos sobre la montaña de escombro que la fábrica de cerámica lanzaba en su parte trasera sin vallar. Buscábamos tesoros, figuras enteras, no sé, un pez, la cara de una niña. Pues bien, una de esas tardes encontré unas piedras azul turquesa intenso con la veta vista; no sé qué era aquello pero sabían a sal y a hierro, seguro que era veneno puro y quién sabe si afectó en algo a mi organismo, pero yo lo tenía que probar, sí o sí, como más tarde algunos insectos en un campamento.

El sabor del Tulicrem, que no sé si llevaba aceite de palma en aquellos tiempos, va unido a las meriendas de verano en el pueblo, en ese trocito de campo donde nací. Las rebanadas de pan de hogaza, de molla bien prieta, untada con aquella crema marrón chocolate me fascinaba. Hace unos años, en un paquete de golosinas preparado para regalar en un evento familiar, volví a encontrar esa textura en un caramelo envuelto en papel plateado, qué delicia.

Siempre me acuerdo del bar de los Caracoles, que ya no sé si lo conocíamos con ese nombre porque se llamaba así o porque hacían cantidades ingentes de esos babosos en salsa rica. El caso es que en ese bar donde se lanzaba todo el desperdicio al suelo, guardábamos cola frente a la puerta de la cocina y pedíamos medias patatas. Las recuerdo grandes, pero no sé si mi mente miente en lo que añora.

Te servían la media patata con su piel en corte longitudinal y con una salsa brava auténtica y exquisita sobre unas hojas de papel de periódico que quemaba a modo de servilleta. Calientes y jugosas, así eran nuestras chuches.

Hoy me he quedado en el bar de abajo con los amigos de mi hermano y entre birras han traído una patata de esas, hecha por uno de ellos, cocinero en el bar. Casi lloro. Nos hemos puesto a rememorar las colas en aquel bar y las bebidas espumosas El siglo.

El primer beso, beso, fue inesperado. Estábamos en una fiesta de cumpleaños donde se pinchaban vinilos en el garaje cuando me cruzo con uno de los chicos de la pandilla, un guaperas por el que nunca me había interesado. Antes de contestar a su hola, ya lo tenía comiéndome la boca. Era la primera vez que me metían la lengua hasta el fondo. Fue un besazo intenso con sabor a vodka con naranja, ejecutado de una forma minuciosa, eficiente y sin babas por aquel muchacho que luego se pasó la noche pidiéndome que fuera su novia. 
Mi amiga de entonces, que vio lo ocurrido, se acercó a mí y me dijo: tía, (creo recordar que ya decíamos eso) te ha morreado con lengua, qué asco. Y yo, en estado de levitación suprema, le contestaba con lentitud y sarcasmo: sí, sí, mucho asco. Estuve dos o tres días tan cachonda que cuando fuimos al cine a ver Oficial y Caballero, cada vez que se besaban, un latigazo eléctrico me recorría el cuerpo desde la entrepierna hasta la boca para acabar estallando en mi cerebro. Orgasmos por el gusto.

Seguro que parezco obsesionada con esto de los besos, pero es que me viene de muy lejos. Cuando otra persona y yo nos besamos con complicidad y deleite, me quedo pillada. Despacio, mi mente crea un enlace y ríete tú del déjalo ir. ¡Ja!

Alguien me pregunta en conversación clandestina qué me gustaría saborear ahora mismo, y como ya he comido y bebido le contesto: una buena siesta sin dormir. Dice que le encanta.


Echo de menos tu sabor, y el tuyo también.

Pollo romántico con mi muso



miércoles, 29 de marzo de 2017

Los sentidos. Oído


Me deja sorda tu silencio.

Mientras relleno los huecos que deberían ocupar tus palabras con canciones de otros, mis neuronas combaten el ruido externo con espacios inactivos que se alargan en mi línea de tiempo.

Algunas charlas virtuales con desconocidos tienen el frío reflejo de los encuentros con hombres descarados y habladores en las películas francesas de los 60, en las que se acercaban tanto a una mujer que invadían su espacio vital, las arrollaban con su voz delicada y esa palabrería que tan bien han sabido retratar los grandes cineastas de ese país. Supongo que habría hombres así por otros lugares del globo terráqueo, aunque no me los imagino en Japón o en China, o en estos tiempos en ningún lado, ya no.

Como decía, y yo misma me escucho cuando me hablo, en esas conversaciones casuales, que comienzan de la nada, hablas de temas que no tardan en derivar a otros más personales, todo va muy deprisa. Al principio evitas contestar, pero al no tener contacto visual decides dejarte llevar y acabas mostrando  una sinceridad que nadie te ha pedido, o sí, y que una misma se impone por decreto ley. Cometo ese error desde siempre y aunque me malinterpreten, lo vuelvo a hacer, digo la verdad; juego creyendo que estamos en el mismo espacio y a la misma hora. Nuevas voces que agregas a tu playlist de vida, unas que se apagarán igual que han venido aunque permanezcan residuales en tus oídos por un tiempo, otras que se quedarán para siempre.

De todos los sonidos que he escuchado desde que nací, el que ha marcado mi vida adulta fue uno que oí en mitad de un bosque junto a un lago congelado, en un país del Norte, Finlandia. 

Crees saber a qué suena el silencio, y la realidad es que no lo sabes hasta que un copo de nieve y otro y otro caen a tu lado en mitad de ese paisaje de cuento. 

Oír el crujido de los copos me hizo sentirme más minúscula que ellos y eufórica mientras contemplaba los dibujos magníficos de los que caían sobre mis palmas abiertas cubiertas por gruesos guantes negros. La naturaleza es perfecta y atrae como un imán, te deja escuchar tus propios pasos como si supieras adónde vas. En el 2008, la felicidad fue eso.

Con los sonidos puedes experimentar toda clase de sentimientos: la lluvia o las olas en la playa te mecen, la sirena de la ambulancia te afecta y entristece, los pájaros te sacan de tu sueño, tan madrugadores ellos, las palabras no dichas duelen cuando las deseas. El encuentro de dos bocas, siendo una la mía, me excita hasta el punto de generar gemidos que dejo escapar sin poderlo remediar, ronroneo en mitad de una calle cualquiera de Ben-i-dorm.

Las cigarras en verano te adormecen. Te inquieta el frenazo del autobús en la parada, odias al del reggaetón del coche y al despertador. Las palabras quiero verte dichas desde el otro lado del teléfono son preludio de disfrute máximo, aunque hace tanto tiempo que no escucho algo parecido que igual me equivoco y no es para tanto. Y luego está la música, ese lenguaje universal que nunca deja de sorprender aunque digan que ya está todo dicho, cada día descubro nuevas melodías o me las descubren gentes más sabias como Camilo (gracias por Bart Davenport).



Al finalizar el día, cuando todo está oscuro, cuando todo está en calma y no se debería escuchar nada, hay un rumor, no sé si de la energía que afecta a todo o es el rumor de mi propio silencio, ese que ejercito cada vez más. Yo creo que mis pensamientos hablan a gritos, por eso prefiero los susurros en la noche o al despertar.


Mis oídos captan tu silencio y tienen memoria de tu voz, todavía.

Gritando palabras a orillas del Ebro en los buenos tiempos. 2015



viernes, 17 de marzo de 2017

Los sentidos. Vista


Ver pero no mirar. Mirar sin necesidad de ver. Un detalle insignificante que puede cambiar la definición del sentido.

Voy con la mirada al frente, y al cruzarme con alguien me giro con sutileza, deseo encontrar quien me mire directamente a los ojos, necesito contacto visual.

El chaval de la mochila no levanta los ojos de la pantalla del móvil última generación y choca con un contenedor de plástico. Me río sin disimulo.

La chica con el carro de bebé mira el escaparate de la farmacia cuando parece que me va a mirar a mí. Esta vez casi lo consigo, mas los llamativos carteles anunciando no sé qué loción para la dermatitis del pañal le han resultado más interesante que mirar a una desconocida. Obvio.

Delante de la Fnac soy yo la que aparta la mirada de los que intentan vender su panfleto. Creo que la gente mira por conveniencia nada más, cuando quieren algo de ti: tu dinero, tu firma, ayuda, cariño efímero, sexo. El resto parece mirar pero no ve más allá de una sombra que pasea con lentitud entre la muchedumbre de la calle.

Estando en el patio interior del instituto intentando hacer un video de lo que en ese momento estaba ocurriendo, un grupo de cinco adolescentes chocó bruscamente conmigo y me tiró el fartón casero que ya había comenzado a mordisquear, y me quedé sumida entre el asombro y la perplejidad. Mi  pelo rojo no pasa desapercibido y tampoco la chaqueta que llevaba. ¿Por qué no me vieron? ¿Acaso no notaron su cuerpo chocando con el mío que ni se giraron para hablarme? ¿Tendré el poder de la invisibilidad sin yo saberlo?

Cuando te zarandean de esa forma y ni se giran para pedir disculpas te entra una cosa mala por el cuerpo que dan ganas de gritarles cualquier barbaridad. Pero esa es la realidad de hoy, nadie me ve.

La gente no ve más allá de lo que quiere ver, y rapidito que no tengo toda la tarde. 
No quieren observar, no se detienen a mirar los detalles. Sin embargo, yo podría pasarme horas mirando cualquier cosa, una hoja, por ejemplo, mirar su tonalidad, ver sus nervios que unidos por un centro simétrico casi siempre, terminan en un tallo flexible o rígido. Mirando puedo incluso tener noción de su textura, pues mis ojos, cuando se detienen y aprecian lo que tienen delante, son capaces de tocar.

Ese es mi poder, estudiar todo de ti.

A veces, sueño que mis ojos están pegados y hago esfuerzos para abrirlos al máximo, pero mi visión es borrosa, como cuando abres los ojos en aguas turbias. Después de un rato forzando la vista, noto un efecto maravilloso, los objetos pasan de ser cuerpos grises o blanquecinos, que no logro enfocar, a masas coloreadas nítidas en su centro…y entonces, todo empieza a verse con precisión, se torna brillante en matices Pantone: el cabezal de tu cama está construido con celosía de madera para jardín, lo has pintado azul Klein, y alrededor, has añadido unas piezas macizas en un tono verde menta muy claro. Lo puedo ver, y esa manta fresa sobre el sofá inmaculado. Tienes a un hombre en tu cama que no reconozco, está desnudo y me dices que os acostáis de vez en cuando para no perder la costumbre de tener sexo.

Sí, pero, ¿te ve?  Ella no lo sabe, no contesta.

Ver puede ver cualquiera que no tenga una anomalía en sus ojos. Me puedes mirar y puedes no ver nada si te lo propones desde el principio. 
Verte, ¡qué complicado! ¡Qué imposible!

Me pregunto si me habrán mirado alguna vez como lo hago yo. Si podrían recordar las imperfecciones de mi rostro, las tonalidades de mi iris, ese lunar escondido o los huesos de mi clavícula. ¿Lo hará alguno de ellos, recordará?

Cuando quiero mirar, miro con detalle, hago reconocimiento de lo minúsculo cuando me importan. Por desgracia toda mi dedicación resulta inútil, pues la vida acaba obligándome a olvidar todo lo que vi con mis ojos, mis labios, mis manos… Me hace sentir ridícula esta visión mía.


Mi vista, incluso con los ojos cerrados, no pierde la memoria...hasta que me deja de importar.



martes, 7 de marzo de 2017

Los sentidos. Tacto


Me rozas y toda la maquinaria eléctrica de mi cuerpo transforma la suave caricia en un incendio masivo por sobrecarga. Me tocas, y mi deseo no tiene vuelta atrás.

Fines de semana completos donde tocarnos y mirarnos, donde reír y conocernos, y luego pretendes que para mí no signifique nada. Pero llegado ese punto de complicidad a mí no me digas que no sienta nada, porque me resulta imposible.

Me rozas con tu pelo corto, tocas con tus labios mi cuello, y ese tacto suave me deja anclada a merced de tus idas y venidas, te asumo como tiburón de arrecife que de vez en cuando se deja caer por la costa.



Y esta mañana, en la que tu hijo y yo estamos con los últimos coletazos de la gripe que nos has pasado, te despides con un largo beso teniéndome cogida la cara con tus manos, esas manos que me electrizan y cuyo tacto me estremece. Con la misma dulzura que me regalas en la intimidad, apartas un mechón de mi pelo para que nada se interponga entre tu boca y la mía.

Hoy vengo a comer a casa.

Pensaba hacer pasta, te digo. Y la versión pequeña de ti, lo celebra levantando los brazos y con un ataque de tos cuando intenta gritar ¡¡¡bieeennnn!!!

Amo a tu pequeño, ¿lo sabes? Anoche le prometí que hoy decoraríamos con sus propios dibujos la caja que compré en el mercadillo. Estaba tan emocionado cuando le propuse guardar ahí todas sus miniaturas de monstruos y superhéroes,…así seguro que no se me pierden. Cómo no derretirme cuando lo veo contento.

He retirado las cosas del desayuno de la mesa y he esparcido todo lo necesario. Desorden en campaña.

Desde la puerta nos miras sonriendo, sé que si fuera por ti no te ibas, y nos dejas entre cola, paracetamol y lápices de colores.

Miro sus dedos, semblanza de los tuyos pero de talla menor, cómo agarran las tijeras de punta redondeada, recortando entre la delicadeza y la brusquedad infantil. Me roza su mano al darme el extraterrestre recortado y me pregunta si ha mejorado. Me lo como a besos.

Mientras lo miro acaricio la madera de la caja, resulta cálida al tacto. Esta mañana, todo me parece fácil, sencillo. Disfruto los instantes cotidianos con él, aunque estemos hechos polvo tras varios días enfermos. Noto que le gusta estar conmigo, que le divierten las manualidades que le preparo y se lo toma muy en serio, y además, le encantan mis cuentos inventados. Me lo ha dicho.

Verlo crecer es el regalo más grande que podías hacerme, porque te amo y  tú estás en él, te veo en muchos de sus gestos, en la forma de sus ojos. Hay hombres que merecen perpetuarse en el tiempo, tú eres uno de ellos.

Miro mis manos para volver a recordar la textura de tu piel que he acariciado esta mañana antes de que sonara tu despertador. Tus huellas dactilares son tatuajes latentes en mi cuerpo, por eso no me he frotado bajo la ducha, para que mi piel recuerde quién la acaricia, la muerde, la besa, hasta que vuelvas.


El tacto tiene memoria, mis otros sentidos también.



lunes, 6 de marzo de 2017

Los sentidos. Olfato


El sentido del olfato nunca pierde la memoria.

Los aromas marcan el tiempo, van y vienen sin descanso, son efímeras apariciones que nadie espera y se dispersan con la misma rapidez con la que llegan. Los aromas viajan libres por ramificaciones nerviosas, desde nuestra nariz hasta el lugar exacto del cerebro donde se alojaron la primera vez, donde quedaron a recaudo y dormidos. Porque siempre hay una primera vez y, a veces, pesa demasiado.

Su olor siempre me pilla desprevenida, y me fastidia muchísimo perder el control sobre mí; porque durante el instante que permanece su aroma a mi alrededor, la máquina del tiempo se pone en marcha y pasa por mis pensamientos la película entera de mi vida con él. Pasa lo que fue e incluso lo que pudo ser o me he inventado.

Hay aromas que he tardado veinte años en revivir: el de la madera del plumier escolar, el del plástico que utilizábamos para forrar los libros, o el de los flotadores estivales, también el del cuarto de las harinas y piensos de mi abuelo, cosa extraña, pues no fue oliendo ni harinas ni piensos. Mas el de él aparece constantemente pegado a la imagen de otros a los que no quiero mirar. Las notas de salida permanecen casi idénticas, aunque supongo que si me acercara mucho a la piel del extraño las de fondo serían completamente diferentes a como olían sobre la de él.

fotograma de La Jetée de Chris Marker


Cómo me gustaba acomodar mi rostro en su cuello, tanto como me gusta que respiren y besen el mío. Y cómo me gustó olerlo ésa noche que se echó sobre mí en el sofá para fundirse conmigo recién salido de la ducha y todavía con su pelo empapado.

Él, mi vara de medir, mi arrebato, mi debilidad.

Debería estar prohibido fabricar más ese perfume. Que hagan lo que con mi aroma francés de higuera del que, un buen día, nunca más se supo. Tendría que desaparecer del mercado para así poder desalojarte de mi consciencia y de mis sueños, porque nunca eres tú al que encuentro.

En ocasiones, los portadores del aroma hacen el mismo trayecto y me obligan a variarlo porque he tardado tres años en ilusionarme (fallida ilusión) de nuevo, y en hablar de ti en pasado como para que aparezca cualquiera y me haga recordar que existes.



Mi olfato nunca pierde la memoria, el resto de mis sentidos tampoco.





sábado, 7 de enero de 2017

De corazas y muros

Que te juzguen por el aspecto, por comentarios esporádicos, por unas frases aquí y allá es algo tan común desde que el mundo es mundo que diría aquél, que ya no me sorprende ver cómo la gente aparece y desaparece con la misma rapidez con la que me tomo un vaso de leche de avena por las mañanas.

Tengo unos rasgos peculiares, los pómulos marcados y unos ojos de color frío; mi piel es blanca y desde que dejé de ser rubia natural supongo que mi imagen es algo más dura, también por las formas, por no andarme por las ramas con las palabras, por no ocultar mi enfado y ser bruta cual aspirante a Eastwood. Vivir entre tanto hermano, entre tanto niño en los juegos de calle, entre tanto adolescente varón en el instituto, etc. es lo que tiene, que te asalvajas bastante para que no te coman. Pasé de ser la niña rubita con ojos grandes a la pelirroja adulta que soy ahora, pero ese es sólo mi lado externo, cuando realmente me muestro es en la intimidad, y pocos llegan ahí.

Se me ha echado en cara que no hablara con los chicos en clase, que hablara con los chicos en clase, se me ha juzgado por hablar de cualquier tema sin tapujos, también por callarme; hubo gente que no entendía cómo podía llevarme tan bien con los chicos, también se me dijo que estaba sólo con las chicas, que por qué me vestía así, por qué no me ponía vestidos. ¡No juegues al fútbol, no bebas cerveza! No saques músculo. Se ha dado por hecho ciertos aspectos de mi vida tan sólo porque no me ha dado vergüenza expresarme.

De verdad que tardé mucho en darme cuenta que mucha gente cree que no lo puedes hacer todo, que si eres mujer o eres hombre se esperan ciertas cosas de ti y que no puedes salirte de ese patrón. Y tardé en verlo, más bien me resistía a ver que las personas estábamos clasificadas, etiquetadas, para mí aquello de ser libre era algo innato, que todo lo demás era puro azar. Creí que veníamos desnudos y libres. Qué equivocada estoy todavía.

Tengo un recuerdo de cuando era bebé: me estaban bañando con el hermano que me sigue en un gran barreño, y, sorprendida, (si es que a los 18 meses puede una ser consciente del significado de esa palabra) ví que a esa cosa minúscula que tenía junto a mí le sobresalía algo entre las piernas y alargué mi mano para tocar aquello que pensaba se había colado en el barreño. Una voz humana y adulta gritó, eso no se toca, y fue tal el susto que lloré desconsolada sin saber por qué. Cuando tienes tan solo unos meses de vida, por lógica lo quieres mirar todo, tocar todo, vas descubriendo la vida, no sabes de parentescos ni tabús, eres realmente libre y con la mente abierta. Dicho así da mucho miedo, porque precisamente por eso, y según el lugar en el que por azar hayas nacido, la libertad te dura más o menos tiempo.

Confieso que lo tuve difícil, la sociedad era tan misógina y tan cerrada en credos católicos, que pensar diferente era toda una osadía. Pese a que hayamos evolucionado un poco en esos temas, queda mucho que educar.

Parezco fría, pero no lo soy, sé que no tengo un rostro dulce, aunque mi marido de otra vida me dejara una nota al levantarse una mañana en la que escribió: mientras duermes tu rostro es el más dulce que he visto jamás. En ocasiones, durante mi juventud, he jugado a ser femme fatale, era una niña y se me puede perdonar. A veces no he sido políticamente correcta, otras me he puesto una coraza de ironía o he jugado al sarcasmo cuando me he sentido herida.

Me han llamado puta por decir no, mas nunca he escuchado a nadie llamar puto a un hombre por lo mismo.¿Por qué bailas así?¿por qué vas a los bares?¿por qué te vas al comedor con tus compañeros de clase?¿por qué hablas tanto con éste, por qué,...? No elijo ser bruta porque sí, me sale natural. De niña vi que los hombres tenían el poder de hacer lo que les daba la gana y que ninguno era juzgado jamás por ello, yo quise lo mismo para mí. Lo que si elegí pronto fue vivir en la ficción y sí, me encanta cómo suenan algunas de las mejores y más brutas frases del cine y cuando veo la ocasión las introduzco como concepto en cualquier coyuntura que se ajuste, es un juego.
Siempre me ha gustado la gente que habla mi idioma, que me sigue el juego, la que capta mi ironía y se ríe conmigo, la que se sorprende y me sorprende gratamente.

Me ha costado mucho pasar desapercibida, esa es la verdad, algo que no siempre ha sido para bien, y, ¿sabes qué?, que también me gusta bailar sin descanso, ponerme pedo, volver a casa ya amaneciendo, poder andar sola sin miedo.

Pero, repito, no soy una persona fría. Sé lo que no quiero y un poco de lo que quiero porque desde hace unos años las líneas se difuminan. Hay límites, claro que los hay, pero no me gusta que me los impongan, mi cabeza está bien amueblada, creo, y a estas alturas sé cuando parar o qué frontera no traspasar si sé de su existencia. No dañar es algo que cumplo a rajatabla. Cuando alguien te dice que no quiere lo mismo que tú, puedes hacer dos cosas, seguir y amoldarte, dejando de ser libre, o te dejas ir en busca de esa complicidad que me es vital. Si te quedas, vas al cine a ver películas dobladas porque a esa persona le gustan así, haces concesiones por amor, luego vienen las quejas por todo: que si te maquillas, que si no te maquillas. No llevas tacones, muy mal. Te conviertes en una diana donde lanzan todos sus miedos, y su inseguridad. Toda la porquería de los demás, te la acabas comiendo tú, porque “yo quería una princesa, ¿sabes?” “¿te has mirado al espejo antes de soltarme eso, figura?

Hay demasiada gente que ha nacido para hacer imposible la vida de los demás, hay demasiada gente mala, y yo he tenido la gran suerte de toparme con bastantes de esa estirpe. Y me he callado para conservar un empleo, porque es lo que se espera de mí, que trabaje aunque sea puteada, que tenga un piso en propiedad, hijos, que me case, que conduzca y me compre un coche, que sea ama de casa, que cocine de puta madre y sepa quitar cualquier tipo de mancha, que haga agujeros en las paredes, que arregle un enchufe, que pinte toda la casa, que tenga un tipazo cojonudo, que nunca necesite a nadie...no voy a pedir perdón por no haber hecho realidad alguna de estas cosas.

Mi rostro no es nada dulce, lo sé, ni hablo con voz delicada, a veces mi sarcasmo duele, a veces digo polla, y muy a menudo joder o mierda, pero no soy una mujer fría ni vulgar. El único hielo que tengo en mí es el de mis pies congelados al llegar el invierno.

No soy prepotente y carezco de frialdad, no me creo mejor que nadie, tampoco peor.

Puedes ver mi cara, mirar mis ojos desde lejos y etiquetarme, dar cosas por sabidas, pero te aseguro que si no te acercas lo suficiente y me hablas, no me vas a conocer, nunca sabrás quién soy en realidad y te lo estás perdiendo. 

Echo de menos vivir con lentitud, con calma. 

Que lo de mis formas no suene a disculpa, sólo quiero dejar claro que en algunos momentos de la vida, esos que te ponen a prueba, necesitas un escudo, una coraza, parapetarte tras un muro por pura supervivencia. Lo he hecho, no una ni dos veces, mas si algo me gusta, quiero tener la libertad de poder decirlo sin que nadie se espante. No busco asustar, pero a estas alturas de la película, poner las cosas difíciles a gente con la que realmente me apetece estar, me parece absurdo y una pérdida de tiempo.