miércoles, 16 de octubre de 2019

En busca de la cordura

A estas alturas resulta absurdo, cuando no insultante, creer que inventamos algo nuevo con todo eso de los alimentos ecológicos, la cosmética natural, la no utilización masiva del plástico, etc. Nos pasamos la vida buscando soluciones a los desperfectos que nosotros mismos hemos provocado. Doble trabajo. Olvidar lo aprendido, aniquilarlo e intentar buscar las vías para volver a aprender.

¡Cuánta sandez! Definimos actuaciones con palabras en inglés y nos creemos los amos del cortijo. Señoras y señores, comprar legumbres a granel, utilizar bolsas de red (chivatas que decía mi abuela materna), de tela de algodón...eso ya lo hacíamos el siglo pasado. Me parece perfecto que se adopten las viejas formas, pero no me las vendáis como algo que se os acaba de ocurrir, porque no cuela.

Tengo recuerdos nítidos de comprar la leche llevando mi propio recipiente, de ver cómo la lechera (la señora que la vendía en una pequeña habitación de una casa baja en la calle Reyes Católicos) medía la cantidad pasándola de una jarra a otra. Un bonito ceremonial que disfrutaba cuando todavía no existía la premura, las prisas para todo, al menos siendo niña yo no la percibía.
Devolvíamos los cascos, las botellas de vidrio, con la normalidad más absoluta. Lógico, coherente, llamadlo como queráis. Reutilizar.


Te pesaban las frutas y verduras (que pedías a razón de peso y dureza: patatas, melón, sandía,...) en el cestillo de la báscula y lo volcaban en tu cesto de paja o en la chivata. Así de sencillo y sin utilizar bolsas intermedias que separaran la comanda. 
Poco plástico vi entonces. Recuerdo la primera caracola rellena de chocolate que comí en mi vida en la tienda de una compañera del cole. Sublime, exquisita. Me la dieron envuelta en un papel algo burdo, rústico. Ahora te pelan las mandarinas y colocan los gajos en bandeja cubierta con film transparente. ¡Toma ya! Nos estamos volviendo unos inútiles desconsiderados de cuidado, sin darnos cuenta de que todo lo malo que hagamos tiene consecuencias desastrosas para la vida.

Rememoro con cariño una de las primeras cosas que me permitieron hacer en la cocina las mujeres de mi familia, volcar lentejas en un plato y, con cuidado y mucha atención, separarlas entre sí con las yemas de los dedos en busca de cualquier piedra minúscula o cosucha que no fuese lenteja antes de ponerlas a remojo para el guiso del día siguiente. Me resultaban fascinantes esos quehaceres de cocina por la calma que transmitían y por las charlas que sucedían entre mujeres. Esas manos ágiles que con maestría eliminaban los extremos de las judías verdes para el hervido de la noche, cómo echo de menos aquellos momentos de complicidad donde la tranquilidad reinaba sin esforzarnos, esa calma se esfumó de repente, yo creo que con la llegada de las responsabilidades.

Has de estudiar mucho, te dicen. Se nos educó memorizando y siguiendo unas normas de cuya moral dudé a partir de los catorce años. Somos autómatas a los que se les exige el éxito desde el principio y a un ritmo acelerado: quieren un bebé que ande pronto, que hable antes que el hijo del vecino, que haga monerías para exhibirlo delante de los conocidos. Algo que siempre he repudiado es obligar a los pequeños a dar besos a diestro y siniestro a personas que no conocen de nada. La de babas, sudores y pinchazos de barbas de aquellos hombres y mujeres que me tuve que comer con patatas.
Los besos se dan cuando se desea, ni por encargo ni por lástima y menos para demostrar que sabes obedecer a tus mayores.
Pues eso, que memorizamos y se nos pone nota, pero no se nos enseña a valorar lo que tenemos, a empatizar, a saber gestionar las emociones, a ser una buena ciudadana, respetuosa con los demás y con la tierra. El éxito se traduce en cuánto dinero ganas con el oficio que tienes y no, me cago en todo eso.

No estamos inventando nada nuevo, dejémonos de tonterías, sigamos con lo lógico, lo aprendido en nuestra niñez. No malgastar el agua ni los alimentos, ser agradecido, respetar, reciclar, reutilizar, dar nueva vida a los objetos, a la ropa.
Qué costumbre la nuestra de tirar algo que ya no es de hoy, lo de antes de ayer no sirve, está obsoleto.

Toda mi vida he valorado las cosas, y lo que la tierra da, y eso que alguno de mis familiares me decía: nena, eso no vale nada, es viejo. Me daba igual aquellas palabras, nunca desprecié algo por ser de otra época, o por estar usado. Siempre he mirado las cosas con respeto y cariño.

Uso ropa que tengo desde hace 20 años, mi exprimidor de naranjas es de los primeros años 70, calidad Braun, doy prendas y me dan, siempre me ha gustado saber hacer cosas con las manos, cualquier forma de artesanía para mí es magia. Me encanta prestar libros y que me los presten. El cambalache, la permuta también es algo agradecido.

Que alguien piense en mí y me traiga olivicas, vermú, mosto del pueblo, especias o mermeladas caseras con la fruta de temporada, me conoce bien. Los gastrosouvenir son de las mejores cosas que existen. Soy feliz al recibirlos.

Echo de menos el vivir más pausado. Ahora que puedo me recreo cada día un rato en mirar por la ventana y observar mi horizonte. Parece nada, pero para mí es mucho. Ningún atardecer es igual a otro.¡Qué poco miramos más allá de nosotros!En esos momentos, y cuando camino a solas por el puente que cruza el Ebro, verdaderamente siento que soy. 

Acepto la inmediatez sólo cuando se trata de verdad, de honestidad; porque en ese instante no vale la pérdida de tiempo en vaguedades y otros cuentos a medias.

Me molestan las prisas que veo en la calle, ahí abajo, y el que todo tenga que ser para ya, los gritos del que ha intentado robar en el supermercado y los de los trabajadores que han salido en bandada a por él. A pesar de esa violencia momentánea que me pone un nudo en el estómago, respiro hondo y miro la luz que colorea ese cielo infinito, y me llega, ya sin gritos, la misma calma que cuando hago ganchillo.

Perdonad si no vibro al compás de mis semejantes. Quizá es porque, en palabras del Walden de Thoreau, oigo una música diferente. Aunque lo que llevo unos días escuchando es el cli-cli sutil de algo que no sé si viene de mi cabeza, de algún insecto que ha hecho hogar en mi salón o es el roce de algo en la ventana o en mi silla de enea. Con esa neura estoy.

sábado, 31 de agosto de 2019

709


Nadie me leyó cuentos antes de dormir ni me enseñó que contar los segundos entre el relámpago y el sonido del trueno resquebrajando la cúpula que nos cubre, anuncia si la tormenta se acerca o, por el contrario, se aleja de nosotros. Si ésta llega, pequeñas gotas de lluvia preceden a la descomunal descarga, mientras luz y sonido acortan su distancia, como los latidos que van a la par durante unos instantes para luego volverse a separar.

Son casi las dos de la madrugada y tengo sueño, pero el estertor me ha despertado y me mantiene alerta. Reviso todas las ventanas de la casa. Huelo la tierra mojada cuando me asomo, el frescor inunda la habitación y las gotas mojan mi cara. Qué rabia tener que cerrar la ventana cuando la lluvia decide presentarme su intensidad, no quiero hacerlo pero necesito dormir y, además, tengo los vinilos apilados en el suelo. Si me mojase yo no tendría problema en dejarla abierta, me encanta acabar chorreando bajo la lluvia intensa de los últimos días de verano.

Al cerrar me viene el recuerdo de la primera noche que pasé en este piso, cuando ocurrió algo similar solo que más temprano. El agua cayó de sopetón y se desbordaba por la ventana del salón como catarata que no cesa. ¡Menudo comienzo! Estaba sola en un piso para dos y, por primera vez en mucho tiempo, esa sensación de soledad cubrió mi cabeza mientras intentaba sofocar la entrada del manantial. Esa sensación la he tenido en determinadas ocasiones y no ha sido necesario estar sola físicamente, me ocurre aun estando entre la multitud.

Aquel anochecer fue preludio de lo que ocurriría más tarde con mi matrimonio. Le llamé preocupada para contarle lo que pasaba y con eso me quedé, con su voz fría al otro lado del teléfono diciendo que no venía, sin luz eléctrica, recogiendo agua sin parar y echando toallas al suelo para que empaparan lo que a mí no me daba tiempo.

La tormenta de esta noche es placentera. Me tumbó en la cama, una pierna para un lado la otra para el contrario, hago un ángel. Si estuvieras aquí te tocaría sin dudarlo, pero como no es así, te pienso mucho. Y así, con la levedad con la que existo, me duermo.


Ando perdida en un gimnasio descomunal buscando un váter y acabo segunda en el podio de una competición en la que no recuerdo haber participado. Esperamos pacientes a que construyan el podio en un lateral del estadio que la gente abarrota preocupada más por ver un evento deportivo o una película al aire libre, no lo sé con exactitud, que por los que vamos a recibir las medallas.
Cuando clavan la tabla de madera reciclada a modo de señalética en un camino rural, no puedo leer con claridad a qué se debe mi plata. ¿Qué estoy haciendo?, me digo. Lo único que quiero es un lugar adecuado donde hacer pis. (Sé lo que estáis pensando, yo jamás diría eso del pis, pero soy yo esa que ha ganado, os lo aseguro). 

Ahora sí, me acerco más al letrero y leo: Poda de olivos.

Lo sé, no tiene ningún sentido, pero es que funciono así: entro en unas instalaciones deportivas de gran magnitud, me encuentro a la socia y pareja de mi ex vestida con mallas negras dirigiéndose a clase de no sé qué, busco un aseo sin conseguirlo, aquel lugar es infinito, y acabo proclamada plata de una lista de cinco medallistas (no está mal) tras el oro absoluto de Ricardo Gómez, o sea, Carlos Alcántara en “Cuéntame como pasó...”, que, a su vez, anda perseguido por la grada por hordas de fans de todos los sexos, todes loques por tocar su cuerpo.

Últimamente paso mis noches entre robos varios y buscando desesperada un lugar donde mear. Me atormenta levantarme una mañana y haber mojado la cama; sin embargo, ya no le doy vueltas al tema, la explicación me la dio el otro día mi amigo lisensiado.
Tus sueños son fáciles de interpretar. Todo sexo y obsesión con Eastwood y ciertos actores nórdicos. (¿?)
La otra noche soñé que Clint-Highway era mi novio y me llevaba en su moto. A ver si va a tener razón.





Adiós, agosto

lunes, 12 de agosto de 2019

Leer después de besar


Las paredes desiguales de la sala se ven salpicadas de pequeños dibujos hechos a mano, collages, papeles pegados como cromos antiguos, y alguna puntada de bordado con hilo de color. No hay muebles, sólo unos lienzos de suave muselina cuelgan en mitad de la estancia y juegan con el cuerpo todavía flexible de ella en los ejercicios de estiramiento que realiza.

Hay más gente en la habitación pero desaparecen cuando él entra. Tiene el mismo aspecto que recordaba, su pelo tan corto dibujando perfectamente el cráneo, su mirada azul y sus bonitas manos. Se sienta en el suelo junto a ella y le hace la primera pregunta, ¿cómo has logrado mi teléfono y por qué has mentido diciendo que eras de la administración pública? El hermano pequeño de ella se levanta del suelo y se marcha dejándolos a solas. Cuando traspasa la puerta aparece la madre que lo coge de la mano y ya no tiene treinta años, ahora es un niño de cuatro y regordete.

El arquitecto la mira con dureza, siempre fue así cuando algo escapaba a su control, mirada severa, inquisitoria pese a la sonrisa que gasta. No lo dice, pero le gusta mucho tenerla delante.

El viento que entra por las ventanas hace bailar las cortinas, un agradable ambiente en el que los dos se reencuentran después de seis años de la desaparición motu proprio del hombre.

Al principio ella no contesta a sus preguntas, simplemente lo observa incrédula por tenerlo allí, él se arrastra hasta la pared más cercana y vuelve a preguntar cómo lo ha localizado. En su tono de voz se mezcla el no querer ser encontrado con el placer por verla.
Ella se acerca a él sigilosa y cuando lo alcanza los dos se levantan arrastrándose pegados a la pared, sin hacer ruido; él es más bajo de estatura, no le llega a ella al hombro, le ha crecido el pelo de punta y lo tiene más oscuro.
Qué gusto le da estar junto a él, ya no recordaba su aroma ni su piel. Todo se le remueve por dentro cuando, decidida y diciéndole que sólo quería volverlo a ver, le besa en los labios, él le devuelve el beso obligado por la cercanía del abrazo que los envuelve, pero enseguida le da otro, y otro más. Besos intensos pero sin lengua. El deseo por saborear su saliva va creciendo en ella al mismo compás que él lo hace en estatura. Con los besos, el hombre va experimentando un cambio de look radical, muy punki.
Ella respira y besa su cuello una y otra vez, sin prisa. No, por favor, eso no me lo hagas, mi polla se vuelve adolescente y no puedo consentirlo. He de irme. Todo eso le dice el arquitecto a ella sin moverse un centímetro de donde está. Ella nota la excitación que provoca en él y le encanta. Se roza y pega más a su cuerpo ronroneando con apetito.

Él estira la mano y coge algo de la pared que se suelta con facilidad, un adorno hecho en papel seda, el escudo del Real Zaragoza. Se lo guarda en el bolsillo del estrecho pantalón.

La luz es muy agradable, él, que ya no va vestido de hombre de oficina ha superado su altura real y tiene un punto andrógino que recuerda a una de las componentes de un grupo musical de los ochenta.
Ella tararea mentalmente algo de Las Vulpes y, sonriendo, le despide en la puerta. Hay que dosificar, se dice, que las cosas buenas se acaban pronto. Sabe que volverá, ella cree en la química.

Camina hacia los ventanales y sale por uno de ellos a una terraza amplia donde tiende algo de ropa de un barreño. Las vistas dan a la playa. Se asoma e imagina que lo verá salir por la puerta principal, pero lo que se encuentra es el pistoletazo de salida de una carrera de coches hechos a mano, hombres y mujeres disfrazadas pilotando vehículos curiosos que se desplazan y destrozan por el paseo principal donde la gente, todavía en bañador, se agolpa ociosa para disfrutar del espectáculo veraniego.

Las sombrillas pueblan la orilla en el atardecer plomizo de agosto, ella se suelta el pelo y respira hondo el aroma a sal. Hora de leer, de meter la nariz en el libro sin estrenar.



jueves, 8 de agosto de 2019

No sé

Siento un ahogo que me supera estando sentada a la mesa con esta panda de chanchulleros babosos. Sé que él me ha invitado porque me quiere desde hace mucho tiempo y porque le encanta estar conmigo, pero este sitio es clasista y la gente no tiene nada que ver con lo que soy; he aceptado por no darle más largas.

Este club es para ellos, éstos que se creen importantes cuyo único credo es el egoísmo. Sus ojos sólo ven éxito en lo que posees, y yo, a día de hoy, poseer, poseo poca cosa.

Hace media hora que me ha dicho que nos marchábamos enseguida y siguen pidiendo más copas mientras se ríen las gracias los unos a los otros con el colegueo típico del que ha bebido suficiente. En ese estado todos queremos mucho, curioso efecto que provoca la ingesta de alcohol. Deberíamos aprender a parar en ese punto exacto de bienestar, de pedo amable, y beber sólo con la gente que queremos estando sobrios.

Yo quiero bañarme en la piscina, flotar en sus aguas calmas para gente VIP, pero aquí nadie se mueve y me pregunto qué narices hago haciendo nada.Él me mira comprendiendo mi malestar, pero aparentar y pertenecer al grupo le importa más que mi persona, así que me sigue con la mirada mientras desaparezco de la terraza sin despedirme. Elije quedarse.

Todos los autobuses han salido ya, me dicen en el punto de información, pero le digo a la muchacha que me deje cruzar la pasarela, que haga la vista gorda, sé que puedo lograr pasar el río sin problema, y que después de eso, el camino ya me es conocido y andando, en media hora estaré en casa. Ella se niega de nuevo, son las normas, escucho su voz lejana. Mientras observo las aguas bravas y la pasarela endeble un vértigo me recorre la espalda hasta llegar a mi garganta como un latigazo dejándome muda y serena.

Sigo caminando con la esperanza de encontrar la salida. Mi sobrina pequeña está ahí, clavada en la acera, esperando al novio de su madre que viene a recogerla. Cuando aparece el vehículo él sale para coger su mochila y aprovecho para preguntar si podría llevarme con ellos. Somos muchos, me dice. La chica que lo acompaña va delante y los tres niños de atrás se podrían apretujar un poco, pienso. Pese a dudar unos instantes, acaba negándose. Frialdad y negación, la historia de mi vida, y con qué facilidad la gastan algunos. Quiero aprender pero no encuentro el tutorial para ello.
Mientras voy pensando en ésto, y sintiendo la impotencia de estar en un lugar en el que no quiero estar y del que no puedo salir de ninguna de las maneras pese a mis esfuerzos,reconozco esa calle larga en la calle larga de otros sueños (a veces se me solapan cuando intento recordar con claridad). En sueños visito lugares donde ya estuve, unos son similares a la realidad pero conservan ese onírico halo que me deja clara la ficción en la que ando, y eso me tranquiliza; otros, en cambio, varían sus formas según avanzo, provocando un vértigo, una inestabilidad que me hace vulnerable.

En los sueños también tengo miedos, pero muchas veces vivo del aire y lo tengo todo.

Me asusta no encontrar el camino de vuelta, perder piezas dentales, que en muchas ocasiones se deshacen en textura terrosa dentro de mi boca, que me pillen robando y no pueda disfrutar de lo sustraído, no escuchar lo que me dice alguien que amo...

El robo es habitual en mis historias, esta noche ha sido algo dulce, un pastel, y quería salir de allí lo más rápido posible para disfrutarlo en soledad y a salvo de miradas extrañas. Me ha resultado imposible abandonar esa estación en la que estaba con las tres esposas de un conocido a quienes despedía, entre halagada por las palabras de éstas hacia mí, y el asombro que me ha producido conocer que este hombre, que en la vida real nunca quiso casarse lo haya hecho tres veces. ¿Eres mormón? le he preguntado sin obtener más respuesta que una mirada fija con sonrisa a lo Gioconda.

Me despierto a las siete de la mañana con las mismas ganas de comer pasteles con las que me acuesto, diciendo “no sé” como respuesta a casi todo lo que me pasa o no me pasa y sin volar en ninguno de mis sueños de estas noches de verano ardiente. 


To Palos, my person


lunes, 8 de julio de 2019

8 de julio: Santa Imprudencia

¿Os imagináis estar disfrutando de un piscolabis junto a unas aguas turquesa resplandecientes y a los cinco minutos ser consciente de que te hundes y que con el hombro fastidiado no podrás salir a no ser que alguien te ayude?

Empecemos por el principio:

Ainsa. Exterior día. Soleado.

C. y yo decidimos comer algo en el Parque Nacional de Ordesa antes de emprender la vuelta a la ciudad en la que vivimos.

Vió. Exterior día. Soleado.

Paramos en el pueblo y compramos pan, queso y secallona en una tienda y, ya en el Parque, buscamos un lugar donde aparcar el vehículo. Bajamos al cañón por un acceso de muchos escalones de piedra, sin mirar indicaciones ni nada, ¿para qué?, y nos sentamos contentas al final de la escalera a degustar las viandas sencillas.
Hay una familia formada por la pareja y unos cuantos niños que ríen y juegan felices, todo está en calma, sobre todo las aguas que se intuyen frescas un poco más abajo de donde estamos sentadas, a los pies del cañón.

A.(yo) – Antes de irnos me gustaría meter los pies en el agua. ¿Quieres tú?
C.(ella)– Nooo, no me apetece, la verdad.

A los cinco minutos en el mismo lugar

C. está de pie en la gran piedra que antes ocupaba la familia, que ahora se ha marchado hasta otro recoveco. No se les escucha.
C. dice: ¿y si nos bañamos desnudas, entrar y salir?
Antes de finalizar la pregunta ya estoy quitándome la ropa y diciendo que sí, y es que no lo puedo evitar, baño y desnudez es algo a lo que una nunca se niega.

C. ya desnuda se mete en el agua. Se escuchan voces de gente que baja por las escaleras, único acceso, y me agacho sentándome en la piedra por temor a que me vean en pelota picada, y me deslizo mientras escucho la voz de C. diciendo que no hace pie y que el agua está helada.
Efectivamente, el agua está congelada y noto mi cuerpo hundirse sin remedio, me pesa todo como si llevara plomo en las piernas, intento mantenerme a flote y sobre todo no meter la cabeza, sé que si lo hago no salgo. Me pongo muy nerviosa cuando al intentar subir a la plataforma llana de la roca recuerdo que tengo tendinitis en uno de los hombros. Imposible subir. Lo intento varias veces pero la corriente interna del agua y la densidad de la misma no me lo permiten.

A. (yo) - No voy a poder salir del agua, C.
C. (ella)- Por favor no digas eso.
A. (yo) –Es la verdad, me cuesta mantenerme a flote, peso un quintal, ¿dónde me creo que voy con el hombro así? ¿Qué soy, gilipollas?

A C. mis palabras la dejan preocupada y decide tomar el control de su cuerpo, se ha visto en trances parecidos  con anterioridad y con el agua como co-protagonista. (En esos momento este dato lo desconozco, de camino a casa me lo cuenta todo, vaya tela. Me dice, chica es que te digo que nos metamos desnudas y ni lo has pensado, loca)

Le digo que a las malas me dejo arrastrar por la corriente aunque acabe golpeada por las rocas del trayecto aguas abajo, lo digo con el temblor propio del frío y el temor a no poder mover las piernas para mantener la cabeza fuera del agua. Hablamos un poco más, ya no recuerdo bien qué, pero iría sobre el cuadro formado por las dos contra las piedras y siendo vistas por los veraneantes de turno.
Entonces decido callar para no perder fuerzas y para tranquilizarme un poco y poder pensar con claridad. Y me voy dejando llevar por el agua un poco y dando impulso hacia atrás, regresando al lugar que ocupaba junto a la roca. Tengo a C. a mi espalda junto a ella, está en silencio pero sé que algo trama.

Me veo golpeada por las rocas, sí, y rescatada desnuda por los cuerpos de protección civil o de agentes forestales, yo qué sé. ¡Qué vergüenza! Mejor eso que dejarme morir, no puedo hacerle eso a mi madre, no puedo. Lanzarme así tan alegremente para que los otros visitantes no vieran mi cuerpo desnudo y ahora acabar saliendo en prensa, ya veo los titulares:

Dos señoras imprudentes son rescatadas desnudas de los neveros del Cañón de Añisclo.

¡Qué vergüenza!

Miro el trozo de cielo que encuadra la montaña de piedra, doy una brazada de espaldas para cambiar de posición y ver si puedo flotar, pero casi no me muevo del sitio. Vuelvo a mi balanceo, me dejo llevar y regreso al sitio. Miro la cadena gruesa que hay anclada a la roca junto a la escalera de bajada y me pregunto, por qué coño no está anclada en esta roca donde más falta hace. Me dejo llevar y regreso al sitio, suavemente ya, sé que puedo aguantar un tiempo así, midiendo las fuerzas. No aparece ni dios para pedir ayuda.

Mientras tanto C. está intentando subir a la roca, en silencio y pensando que si sale de esta, volverá a tener sexo con aquel, ¡vaya que sí! Y yo pensando que si salgo de esta me compro el vinilo de Coque Malla, al que vimos anoche en el Castillo de Ainsa en un concierto espectacular, todo hay que decirlo. También pienso que he vuelto a besar al hombre que lleva tiempo enredado en mi pelo, en mi piel y en mi cabeza, y que he de salir de allí para besarlo más. Entonces escucho los gemidos tímidos de C. que está intentando reptar, veo su cuerpo desnudo y me parece una preciosa sargantana aferrándose a la roca, una sargantana como la que tatúa su antebrazo. Ya tiene medio cuerpo arriba, entonces, en uno de mis deslizamientos por el agua, veo su culo y me digo: ¡ya estamos fuera!

Me coloco en el lugar por el que ella ha accedido, me dice que busque un agujero por el que se ha agarrado; encuentro un saliente en la roca, bajo el agua, y apoyo uno de mis pies haciendo presión para mantenerme quieta. Ahora te ayudo, me dice C. y entonces tira de mí que me pego a la roca como si ella y yo formáramos un todo único. He hecho más ejercicio hoy que en diez años de mi vida.

Nos sentamos en la roca, chorreando y cubiertas por la manta de playa. No hablamos. Miramos el agua que parece calmada, con la que tiene liada ahí abajo, cómo nos ha engañado su apariencia, y los mamones de los niños tan tranquilos ellos, ni una muestra de peligro. Nada.
Y entonces entra en plano frente a nosotras una libélula roja y me alegra tanto que sonrío y, por fin, hablo y cuento a C. lo que significan esos insectos majestuosos para los japoneses y también me acuerdo de mi hermano Bernar, pero eso lo guardo para mí.

Suerte. Suerte de tener a C. pegada a mí en ese instante.

A partir de ese momento la risa y la charla nerviosa se apoderan de nosotras que nos contamos todo sin parar; lo tonificados que tenemos los músculos por el agua helada, la piel que se ha quedado tersa y muy suave, que podríamos haber muerto aquí y no se entera ni el tato, en fin, lo normal en estos casos. Y nos hacemos una foto vestidas y con el pelo húmedo.

¿Quién se puede hacer un autorretrato el día de su nacimiento? Nosotras que lo podemos contar gracias a la serenidad y el estado físico de C., mi sargantana bonita.

Mirad las aguas en calma, qué jodías.

Te dedico esta entrada a ti, Cris de Fez. Ahora tenemos que cumplir las promesas, prima. A por el vinilo. 😉




domingo, 30 de junio de 2019

Una de vaqueros

Sentí un fuerte deseo de tener unos vaqueros Levi's 501 al escuchar la voz de Percy Sledge en un anuncio publicitario a mediados de los 80.

Jamás he sido de modas ni me ha importado las marcas, eso lo dejaba para mis hermanos, que al ponerse a trabajar y pelar la pava antes que yo, fardaban de jersey Privata y anoraks Karhu (alguno pillé prestado, Finlandia me llamaba y no me daba cuenta).

De aquel anuncio de pantalones, que no he querido volver a ver antes de escribir esto, recuerdo una estación de autobuses de cualquier pueblo del interior de EE.UU, un soldado que se marcha y da un paquete envuelto en papel kraft a su novia de la que se despide. En aquel momento pensé que por las vestimentas era comienzos de los años 60, y por lo tanto, ese chaval pronto acabaría inmerso en la contienda que había en Vietnam desde 1955, esa absurda y cruenta guerra a la que los norteamericanos acudieron primero disfrazándola de ayuda y soporte técnico, montándola bien gorda desde las sombras y sin máscaras ni pudor después. Así que sentí nostalgia de lo efímero de los besos, y me vi reflejada en la chica que se despedía de su amor con unas lágrimas de pega y que al abrir el paquete, ya en su habitación, miraba el mejor regalo, la forma más chula de sentirse cerca de él: sus pantalones vaqueros que ella apretaba a la cintura de avispa con el cinturón.
Ponerse la prenda de la persona que amas es como alargar esos instantes molones que has compartido, esos momentos que se volatilizan con rapidez, por mucho empeño que pongas en que no desaparezcan. En aquellos tiempos de juventud, yo no tenía experiencias en despedidas de esa clase y lo más cercano a ponerme una prenda masculina de alguien conocido, fue cuando el compañero más violento de clase me regaló un suéter de lana rojo, porque una vez le dije que era chulo. Pese a que no lo quise aceptar en un primer y segundo lugar, acabé llevándolo a casa por temor a reacciones no deseadas, pero también con el convencimiento de que ese gesto de cariño sería el único que vería de aquel chico, al que una cuestión de apellidos me unía sin remedio.

Aunque todavía no sabía qué sería de mi vida emocional, el hecho de que la chica del anuncio se pusiera aquellos vaqueros usados mirando la foto de él y escuchando When a man loves a woman, me gustó tanto que quise unos. La nostalgia que sentí entonces por algo que nunca viví me incitaba a consumir. Era la primera vez que me ocurría algo así, me estaban camelando desde la pequeña pantalla con cosas que me gustaban: un trozo de película, años 60, una canción preciosa y el amor correspondido.

La publicidad, esa cosa que ocurría entre programa y programa o el telediario. Hubo un tiempo en el que me interesé mucho en estudiarla con minuciosa atención. Analizaba la estructura, los movimientos de los personajes y la actitud, los textos, los fondos y el color. Confieso que alguno de aquellos anuncios me llevaba al huerto, al capricho de posesión. La mayoría de las veces sólo se quedaba en eso, en simple anhelo.

Pero fue cuando estudiaba esa asignatura de la imagen en el instituto que supe que aquellos vaqueros eran algo más que simples pantalones de tela gruesa de algodón. Fueron utilizados por el movimiento hippie para protestar por los Derechos Civiles, contra la segregación racial y la guerra de Vietnam. Los primeros que se confeccionaron pensando que nosotras también podíamos llevarlos. Aunque fuera una táctica más de ventas, fue una muestra de libertad, aquella que ya reivindiqué en el colegio de monjas y que, con la frase final que decía algo así como “ocasionalmente disponible para mujeres”, me hacía un guiño por esa gesta ocurrida siendo una niña. (Entrada Yo quería llevar pantalones)

Desde ese anuncio publicitario me encanta ponerme la ropa de los hombres que me gustan y amo cuando tengo oportunidad.


La noche anterior nos habíamos calado hasta los huesos en un pueblo de la sierra de Madrid donde nuestras amigas y compañeros en la Salida de Orientación nos abandonaron con una tienda de campaña que no era nuestra y dos mochilas: la de él y la mía. La lluvia era tan fuerte que cerraron la zona de acampada libre, y pese a que buscamos refugio en algún lugar acudiendo al ayuntamiento, fue imposible. Encontramos una habitación en el hotel que había junto a la estación, con dos camas y un baño en el pasillo.

Ese chico me gustaba mucho pero tenía novia. Nos dejaron allí a propósito por si había tema, pero no lo hubo. Aun así, ya pasado el cabreo monumental, fue uno de los momentos más especiales de mi vida. Me di un baño caliente después de él mientras pensaba: ha estado aquí antes. Pusimos la ropa a secar escampándola por toda la habitación, cenamos restos de comida que llevábamos, snacks y muchas golosinas que su novia le traía de los USA (como él solía decir), pues no nos quedaba más que el dinero para regresar a casa tras pagar la habitación. A la mañana siguiente se metió en mi cama y hablamos mucho. Nos vestimos y él me dejó su jersey tejido con lana gruesa para que me abrigase. Al despedirnos en una estación de metro me besó en los labios. Aquel beso me hizo flotar de felicidad porque no me lo esperaba. Lo recordaré siempre.

Después vinieron algunas prendas más: un pantalón corto vaquero lleno de pintadas sobre Anarkía y okupación y botas militares de mi novio punk de Vitoria, una camisa desabrochada sobre mi cuerpo desnudo, en un amanecer sentada sobre un antiguo secador de pelo profesional colocado ahora en un salón popero de un piso de València. Una camiseta de rayas con su aroma, que no lavé durante muchas semanas, con la que me reconforta dormir.

Me gustaba que esa ropa prestada me quedase grande, que se notara que no me pertenecía, pero a la vez, hacerla propia.

Durante un par de años llevé ropa militar de segunda mano para vestir que mezclaba con la mía. Me gustaba ese verde y además era ropa muy resistente con la que no había que tener mucho cuidado. Mientras unas marcaban sus cuerpos con vestidos ajustados, yo hacía todo lo contrario, me sentí libre para hacerlo. Cuando dejé el colegio en el que nos educaban para ser buenas chicas, decidí que nadie jamás me encorsetaría con ropas o con dogmas. Aunque las etiquetas no se acabaron nunca, supongo que es el precio que hay que pagar por vivir con más gente.


Me he acordado de todo esto mientras miro la bruma que le da un aspecto lechoso y poco nítido a la montaña de mi horizonte, y escucho esa canción.



P.D. Me compré los 501 y durante treinta años han ido conmigo. Se rompieron del uso y los fui parcheando hasta que no me los pude poner más y los regalé pensando que le haría la misma ilusión que a mí si alguien me hubiera dado una prenda con historia. No quiero saber qué fue de aquel vaquero, mi vaquero y por eso no pregunto, aunque en el fondo sé la respuesta.


domingo, 16 de junio de 2019

Vivir en La casa de la Palmera


Tengo muy desdibujado el porqué estábamos allí, en aquel lugar de la costa francesa, pero el extenso grupo parecía disfrutar de la visita como estudiantes de bachiller el viaje de fin de curso.
En aquella pequeña cala, todavía en primavera, las casas rozaban la orilla de la playa, y estaban tan cerca, que si sacaba un brazo por cualquiera de las ventanas de aquel corredor, sin duda, tocaría con mis manos la espuma efímera de las pequeñas ondas en vaivén.

El trajín de las gentes en el interior se fue apagando en mi cabeza y en mis sentidos hasta el punto de no escuchar nada más que el sonido del agua en la orilla, ese murmullo característico de las zonas costeras. Atravesé la puerta para salir a la arena allanada e inmensa cual tejido extendido y dispuesto a ser cortado por las manos expertas de una modista, y observé fascinada multitud de pequeñas aves, minúsculas como insectos, de colores tan diversos que creí estar en una postal antigua bordada en sedas brillantes de mil tonalidades, y sentir la textura como si acariciara con las yemas de los dedos el precioso tapiz.

No era un espejismo, los pajarillos estaban ahí. Piedras preciosas cubriendo arena, mar y aire; inmóviles la mayoría, percatados de mi presencia humana y hostil.

Caminé hacia ellos feliz y mientras lo hacía se fueron posando por todas las partes visibles de mi cuerpo. Al principio su larga y delgada cola, el pico afilado me hizo cosquillas, pero cuando la cantidad aumentó, el pellizco al agarrarse se hizo mayor y algo doloroso, aguantable pero molesto. Fue un momento para el recuerdo.

Con la intención de que todo el mundo pudiera verlo me acerqué a una de las ventanas que daba a la sala donde el grupo escuchaba música y charlaba entre risas. Éstos me miraron admirados mientras yo, parada frente a ellos, jugueteaba con la arena que se me había adherido a los pies húmedos.

Alguien quiso inmortalizar el instante con un cámara fotográfica y yo, al darme cuenta, apoyé mi rostro ligeramente al visillo suave y transparente y posé durante un rato sin moverme, con aquellas aves minúsculas agarradas a mi cara, cuello y brazos, hasta que alguien anunció la marcha y no me quedó más remedio que desembarazarme de mis pequeñas motas de color, sin saber muy bien cómo hacerlo sin herirlas.

En un primer intento me zambullí en el agua salada, pero muy pocos pajarillos se soltaron de mis hombros, así que caminé por detrás de las rocas que bordean la caleta hasta llegar a la zona donde la huerta besa la costa. Allí encontré a un puñado de hombres de campo trabajando junto al partidor de una acequia. Segundo intento por desprenderme de esos mínimos colibrís, echarme encima toda el agua de la acequia que cupo en mis manos; pero fue en vano.
Uno de aquellos labriegos me llamó y, mitad francés, mitad por señas, me explicó que debía hacerlo con el agua caliente de un caldero que me ofreció amablemente. Fue eficaz al instante, en cuanto el líquido caldoso tocó mi piel, esas increíbles aves echaron a volar sin padecer. Chapurreando su idioma le agradecí la solución mientras me mantuve en un estado de éxtasis por la visión de tanta belleza y el cansancio generalizado que debí traspasar de mi vida real a lo onírico.

¿Conocéis esa sensación mágica de vivir feliz y en paz? Yo no mucho, pero llevo varios años imaginando cómo sería vivir media eternidad, si creyera que tras la muerte existe algo más, metida en pinturas, en cuadros que me tienen fascinada (La otra mitad de mi eternidad la quiero pasar en los rodajes de películas que adoro, pero esto da para otra historia).

He pensado mucho en la calma, la lentitud, la detención del tiempo en muchos de los cuadros de Hopper, adormecerme junto a los membrillos aromáticos de Antonio López, desnudar mi cuerpo y alma en el Jardín delicioso del Bosco. Ver la realidad con las pinceladas vivas de Van Gogh. Patinar, tapada con tejidos de gruesa lana, en los paisajes nevados de Brueghel. Salpicar agua al lanzarme de cabeza en una de las piscinas de Hockney en esos perpetuos veranos que pinta. Volar, retorcerme en el aire para besar una boca en las noches azuladas de Marc Chagall. Ser tonalidad ardiente en una pintura de Rothko. Atisbar los quehaceres domésticos de los habitantes de la casa de Vermeer en Delft, el brillo de la perla, la basta mesa rectangular, la luz que entra por la ventana.



Y sobre todo, vivir en La casa de la Palmera que Miró pintó por el año 1918. Esa pintura de su periodo ingenuo en el que el registro de detalles me transporta al verano, una vez más al verano de mi niñez, y en él puedo ver el botijo con agua fresca, la puerta siempre abierta, los surcos de los caballones en la tierra fértil de la huerta, tan presente en mi memoria. De este óleo me gusta todo lo que veo y lo que no, de ésto último el olor de la higuera que hay tras los muros del corral. Tú no la puedes ver, pero para mí siempre ha estado ahí; en esa porción de lienzo perfecta para holgazanear, leer un libro tumbada en una hamaca de tela o hacer el amor directamente sobre la tierra. Un lugar donde sacar la labor de ganchillo o de bordado a la fresca, cuando la vida despierta tras la quietud de la siesta.

En las pinturas que me encantan hay algo común y es la tranquilidad, el disfrute de los sonidos diarios de la naturaleza y de las gentes que pasan por allí. El gozo que da no tener que preocuparse de nada.

Vivo con la única ambición de recuperar esos veranos y compartirlos.

Es muy probable que sobrevalore ese estado de ensimismamiento y de observación en el que no muevo un dedo, aunque mi mente movilice todo su mecanismo para no perderse detalle, pero ese sosiego me proporciona la serenidad que busco en mi vida diaria y me gusta mucho imaginarlo.




x

sábado, 13 de abril de 2019

Un beso lo cura todo

Eso creí desde aquel momento en el que, habiéndome herido las rodillas por una caída sobre el ardiente asfalto, la persona que me amaba y ama sin condiciones, posó sus labios con ligereza sobre la tirita que cubría el desperfecto, y, ¡oh, sorpresa!, no sentí más dolor.

Creí que un beso lo cura todo hasta el punto de ser yo misma la que ejercía de curandera besando golpes, rasguños y cortes a mis hermanos pequeños, incluso me besaba a mí misma. Tal era mi poder, me sentía mayor y capacitada para sanar.

De aquellos besos maternales en tiempos infantiles pasé a esos besos que tenían otro carácter más, cómo decirlo, envolvente y arrebatador. Me vi protagonizando cada beso de cine mientras cruzaba con pudor las piernas por aquel cosquilleo que comenzaba ahí y se extendía rápido por el resto de mi cuerpo. Ya estaba perdida para siempre, no lo supe entonces, pero así sucedió. Desde entonces milito con fe y dolor profundo en la Cofradía del Beso Infinito. Amen.

Nunca he deseado nada tanto como los buenos besos, y matizo buenos para que no os confunda. No vale cualquier beso, no, sólo los mejores, los que te borran del mapa, los que te hacen olvidar dónde estás, o tu nombre y apellidos. Así que sintiendo ese deseo apasionado seguí caminos angostos y pedregosos unos, abiertos a campos magníficos otros, buscando o dejándome encontrar.

Cuando todo el mundo a mi alrededor pensaba con raciocinio sobre las cosas del futuro: a qué dedicarse, la fortuna que harían, con quién se casarían, los hijos que tendrían y dónde vivirían, yo sólo tenía un pensamiento único: "El beso". Lo demás carecía de importancia, lo material, las modas, la Iglesia y la política, lo que dijeran los demás. Todo me importaba una reverenda mierda, iba a la mía.

Quería alcanzar la perfección y practiqué mucho para la gran ocasión, primero con Manuel en aquella adolescencia de Rotring y papel vegetal. Eso sí fueron clases magistrales. Después probé otras bocas, otros sabores, otras texturas. Me robaron besos, de otros me olvidé de inmediato, algunos fueron espejismos, decepciones y llegaron los magníficos, los que te hacen volar, los que te ilusionan sin esfuerzo, los que te alteran más allá de las Leyes de la Física. Sea como fuere, jamás perdí ese deseo con mayúsculas.

Ya sé que todo esto suena pueril, absurdo incluso, para el mundo en el que vivimos cubierto de tanta podredumbre y obscenidad. Este mundo en el que se te juzga y etiqueta con ligereza por no cumplir con lo establecido, ya sabes, tanto tienes tanto vales; y confieso que me siento un fracaso muchas veces por la presión externa y las palabras hirientes de gente que no me importa en absoluto. Lo digo con rabia porque no deberían afectarme estas cosas, pero soy débil y en ocasiones me siento una perdedora por muchos motivos; porque los besos se ríen de mí, por mi desempleo, por mi invisibilidad, porque no se me valora, porque no he sido madre, porque ya no tengo treinta años, porque me siento muy cansada física y emocionalmente, porque no soy feliz y sobre todas las cosas, porque aun deseando poco, muchísimo, muchísimo, no me es concedido nada.

No quiero parecer un alma en pena, he tenido una pésima semana eso es todo, y pululan por mi cabeza pensamientos irracionales.



Mientras otros se besan, me siento como un burro amarrado a la puerta del baile, que cantaba El último de la fila. Y es así, sé bailar pero entre unas cosas y otras no se me permite hacerlo. A galeras a remar y con el hombro jodido.

Ahora que ando inmersa en la ingesta de antiinflamatorios y otras drogas legales, estoy convencida cien por cien que lo único que me curaría, primero el alma, después todo lo demás, sería un beso, no uno cualquiera, no, ese buen beso que añoro de otros tiempos antiguos y músicas lejanas cuando todo parecía marchar bien. Ése que me ilusionó tanto y nunca fue.



martes, 12 de marzo de 2019

La Lyrica y yo: historia de un final sin rencor


Miro el techo de mi habitación con los ojos todavía pesarosos por el sueño. No me muevo durante los minutos en los que, poco a poco, tomo conciencia del despertar. He pasado de estar saboreando algo líquido a ir de copiloto en un vehículo por una ciudad a velocidad de la luz, bajar por unas amplias escaleras, prohibidas sin duda a los coches, hasta parar el motor en una plazoleta donde hemos aterrizado abroncando al conductor. Todos son adolescentes menos yo. En el sueño me pregunto si ya soy conserje o estoy organizando un evento masivo en un museo.

La alarma del reloj me recuerda que he de llamar al 1470 y tener una agradable conversación sobre una factura indebida. Me muero de ganas. Sin despegar mi cabeza de la almohada, me giro lentamente hacia la derecha. A través del visillo inmóvil ya es de día. Los pajarillos cantan y el sol pega tímido en el edificio de enfrente. Estoy muy cansada y aún no he puesto un pie fuera de la cama, pero mis necesidades fisiológicas me ponen en marcha.

Me pregunto dónde quedaron las alegrías de mi juventud, qué hay de ese futuro que imaginé feliz y del vivir la vida sin miedos, saboreando cada hora.

Si algo bueno tiene este piso que habito son las vistas y no lo digo porque den a un Central Park o al mar, pero me agrada ver los campos y las casas diseminadas más allá de la carretera, y las montañas, y la urbanización donde una vez tuvimos casa familiar. Esa montaña siempre ha estado ahí, la miro mientras escribo esto. ¿Notará ella mi presencia en la lejanía? Seguro que no, cada día me hago más invisible.

Hasta aquí llegan aromas de los purines desde una granja cercana, mas no me es molesto el olor a excremento de cerdo en absoluto. Nunca lo ha sido pese a mi olfato delicado que dice mi hermano pequeño que tengo. Al contrario, me trae recuerdos vívidos de la cercanía de mi pueblo y de la casa de mis abuelos maternos, donde la vida era sencilla, o eso me parecía a mí.

Algo minúsculo se mueve por el vidrio de la ventana. Será alguno de esos cuerpos flotantes que han quedado como recuerdo de aquel día de fallas en el que se desprendió mi vítreo del ojo izquierdo. Sé con certeza lo que pasó: llevaba dieciocho días sin hablar con una persona, había decidido despegarme lo más posible para no sufrir, aunque sufría su falta más si cabe. Escuché la notificación personalizada en mi teléfono móvil, era él. Tembló todo mi cuerpo y el vítreo se resquebrajó, hasta creí escuchar el crujido. Al principio pensé que sería algo pasajero, pero no, aquel comienzo de primavera me dejó una marca para siempre como me confirmó el oftalmólogo que me atendió en urgencias.

Sigo viendo algo en la ventana. Me acerco. Un cuerpecito rechoncho mueve sus patitas por el vidrio sin inmutarse por mi aparición repentina. Saco la cabeza al exterior para poder disfrutar del otro lado de ese bichito, una mariquita que brilla bajo el sol trasladando su color rojo cereza intenso a mis ojos sedientos de color. Es preciosa. Echa a volar dejándome con una sonrisa de alegría y el gemido previo al llanto repentino. No sé cuánto tengo de Lyrica y cuánto de mí en este estado de sentirme nada.
¿La vida es sólo lo que pasa o también lo que no sucede? Porque en la mía tengo mucho más de esto segundo. Hay épocas en las que crees que eres inmortal, invencible, en la que te afectan pocas cosas, y otras en las que sientes que el cúmulo de desgracias te marca a fuego, incluso gente que podría ser considerada de mierda han agujereado tu alma, esa que creías inquebrantable y que llevas años mostrando fuerte de cara a la galería. Cuando te vienes abajo, porque nadie puede fingir siempre, llega la desaparición. Los que realmente importan bien poco, lo sé, esto es como hacer limpieza a fondo. Feng shui de mochila.

Me duele el hombro, la pierna, y la cadera, y no por este orden. Digo adiós sin acritud a la medicación de la que he ido bajando la dosis durante esta última semana y media; total, ya ni siquiera me hacía flotar y pasar de todo como antes, y además, que me apetece beber una cerveza bien fría en buena compañía.



Han pasado dos semanas desde que comencé a escribir esto, y esta mañana me encuentro en la misma posición, más en calma, eso sí, pero con la misma decepción. Abro los ojos y veo la lámpara de papel de arroz colgando en su lugar todavía a oscuras. No ha amanecido. Quiero dormir más, soñar cosas agradables que hagan mi día feliz. Siempre apoyándome en la ficción.

Busco el porvenir en mis manos, en mis ojos frente al espejo, en ese cielo abierto que diviso a través de la ventana. Pienso que este día, esta mañana, no se volverá a repetir y me incorporo rápida, no quiero perder ni un segundo. 

Me gustan estas jornadas previas a fallas, por la luz, por la locura transitoria que está por llegar. Mi bunyolera favorita es una señora de ochenta años que este año no cocinará esa maravilla de calabaza con la que me deleito cada año; sus hijos le han dicho que ya está bien de trabajar y se han llevado todos los bártulos a otro pueblo lejos de éste, para evitar la tentación de abrir el puesto junto a la pastelería. Una pena para mí, pero ya sabemos que nada dura para siempre y la mujer se ha ganado un buen descanso. Siempre he comido sus buñuelos en cuanto se plantaba el delantal, mi madre los traía a casa sin falta. Después, con los aceites requeteusados, no los vuelvo a probar ahí ni en ningún otro puesto.
foto©AnaMeca2019

La primavera me da ganas de hacer montones de cosas. Entre estudio y tareas domésticas, ando liada con un bolso y un monstruo de ganchillo.Y quiero pasear, callejear, leer al sol. Ir sola por las calles me permite escuchar todos los sonidos y el ajetreo que convierten a la ciudad y a este pueblo en un lugar tomado por las detonaciones de la pólvora, pero este año prefiero la compañía. Si no puedes compartir lo bueno, no parece tan bueno.



domingo, 27 de enero de 2019

La caja de botones


A veces pongo un poco de orden en la habitación que he bautizado como Taller. Ovillos por estrenar, otros a medias, restos de hilos y algodones que voy acumulando en cestas de mimbre, cajas de madera y otras variaciones en tela rígida que ya están saturadas. Por otro lado, tengo fieltros, cintas de raso o similares, cuentas de vidrio de muchísimas clases y colores, de plástico, de madera, agujas, ganchillos, hilos para bordar, algunos bastidores de madera, papeles, telas y luego están los botones, que hace un par de semanas reuní en una misma cajita de cartón muy mona porque no son muchos.

He ido al salón de casa, que no piso a no ser que sea estrictamente necesario, y me he topado con una caja metálica de esas de galletas danesas de mantequilla ideales para tomar con el té. La he agitado por si estaba vacía y, al escuchar el sonido que ha provocado mi movimiento  de vaivén, he recordado que era una caja llena de botones que mi madrina tenía en su casa de Lorca y que dio a mi madre, su hermana, por si algún día le venía bien para sus labores de costura.

Antes de abrir esa caja que tenía olvidada, me he acordado de mi chacha Carmen, cuñada de mi madrina, que a su vez  guardaba una cajita de lata rectangular que me encantaba, de cuando el plástico no había invadido todas las formas posibles de contener, una caja de algún chocolate o dulce de antaño colmada de botones en mezcolanza.

Hablando de posesión y objetos, podría dividir a mi familia en dos: la facción que tiende a guardar cosas por si acaso, y la otra que no guarda nada y lo tira todo. Reconozco mi pertenencia a la primera, y admito mi predilección por los botones al mogollón. ¿Qué si he pensado alguna vez en organizarlos por colores y tamaños? Claro, infinidad, pero el placer de rebuscar con los dedos de una mano y escuchar una y otra vez el sonido de choque entre ellos y la caja metálica se perdería de todas, todas. Me es tan querido ese soniquete que no deseo que eso ocurra. Muchos recuerdos desde la infancia con esas cajitas frías en las manos, cuando a los ocho o nueve años me permitieron abrirla por primera vez. Antes tuve que conformarme con mirar embelesada a mi chacha ir a por ella a la cómoda de su cuarto, traerla y con suma delicadeza abrirla a la luz de la entrada de la casa, donde se abría el patio delantero, para buscar un botón igual al extraviado de su rebeca. (Nota: intentar recuperar esa caja si todavía existe.)

Abro la caja redonda, que ya me pertenece, porque mi madre es de la otra parte de la familia y me los ha dejado ahí para que me los quede, y puedo ver al primer golpe de vista un caos monumental, y cuando pongo atención aparecen ante mí botones imposibles, de nácar, minúsculos, enormes, metálicos, navales, de plástico, botones en los que ves cómo un error de fabricación ha creado un diseño propio que no está nada mal, muchísimos botones en colores que van del blanco transparente, pasando por el gris hasta llegar al negro, tono de luto por excelencia, los que más hay por cosas de los pueblos. Escarbando me encuentro algunos con matices de color verde y los aparto para un diseño que quiero hacer. Uno se repite hasta cuatro, seis  veces, y me alegra.

Foto©AnaMeca2019

En las películas donde los adultos encuentran cajas de recuerdos de infancia, casi siempre hay cromos y, al menos, un botón, que como objeto me fascina desde que mi madre me enviaba con seis años a la paquetería (antes los comercios no tenían más nombre que el de los productos que vendían o como mucho el de las personas que los regentaban; de ahí viene lo de: ve a Cal sordo, a la tienda, a la lechería, o donde Albertín).

En la paquetería había expuesta una muestra de cada modelo en los frentes de los estrechos cajones de un mueble muy alto de madera que María tenía detrás. Menos mal que ella lo tenía todo organizado porque, de no haber sido así, imaginadme esperando el turno unos cuantos días. Ir a comprar allí era como meterse en un agujero negro, sabías cuando llegabas, pero no cuando ibas a salir. El marido de María me resultaba antipático, y rezaba porque no me atendiera él, me trataba como si fuera una mocosa molesta, aunque era muy hosco en general. Sin embargo, la delicadeza de ella fluctuaba en la línea de tiempo de una manera propia mucho más lenta que le venía de naturaleza.
Me gustaba el aroma que se respiraba a puntillas e hilos y la forma en cómo medía las cintas o las gomas elásticas. Siempre añadía unos treinta centímetros de más que yo me tomaba como un regalo especial, aunque viese que lo hacía a todas.

Por aquella época, mi madre tenía una rebeca (qué preciosa palabra para una prenda de vestir) color malva con unos botones totalmente esféricos  al tono que yo quería ponerme cuando fuera algo mayor; pensaba que un día sería de mi talla y ella me diría: Nena, póntela, te quedará bien. Pero mi madre, como ya he comentado, nunca ha sido de encariñarse con las cosas materiales, y la regaló a la hija mayor de la casa del callejón, antes de que yo cumpliera los diez. Cuando me enteré me entristecí un poco, luego pensé que aquella muchacha, nacida en una familia numerosísima, abocada al sufrimiento y a la penuria, también se merecía disfrutar de la generosidad de mi madre, que siempre ha dado y da lo que tiene a cambio de nada.
Los que menos tienen son los que más dan, esta no es una frase de mierda, en el caso de mi madre es la pura verdad.

Recojo botones y lanas, razón aquí