He aquí una muestra del desvarío de mañanas de sábado, o tardes rayando el fin del plazo de entrega.
Nunca me han llamado, pero me he divertido mucho y de ello han sido partícipes Jean Boucicaut y Andrea Fernández Maneiro. Esos momentos no se pagan con nada, con nada.
Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión. Ahora sí – se dijo - Abrió el bolso y retocó su maquillaje; por si se encontraba al rubio de "Perdidos".
Su conciencia no podría soportarlo, así que le mentí, le dije que todo había salido según sus cálculos.
¡Valiente imbécil! Llamarme amiguito del alma y luego negarme en público.
Cuando se dé cuenta que el teléfono está inoperativo y no puede contactar con el resto del equipo sufrirá lo que no está escrito.
En un par de horas mi cadáver será encontrado y todo apuntará a él como único responsable. Será portada en todos los diarios, como siempre quiso. Su ego lo merece.
Quizás mañana no sea demasiado tarde para darte todos los besos que me he guardado. Quizás no sea tarde para calmar tu deseo irrefrenable bajo la higuera mágica que te protege, esa a la que he negado admirar mil veces. Quizás mañana te llame con todos tus nombres y me respondas con la sonrisa que siempre tienes preparada para mí. Deseo tu océano arrebatado, pues la tranquilidad del riachuelo no la quiero ya. Hoy he sabido que andaba perdido. Hoy, te quiero alcanzar.
Y nunca le recordaba lo que no se debía contar, así que en cuanto dio media vuelta, a él se le fue todo por la boca, incluso aquello que desconocía.
Siempre había sido así hasta que el humo azul oscuro cubría la estancia por completo y lo adormecía. Entonces comenzaban sus recuerdos, justo al notar el frío metálico de las esposas en sus muñecas, en el mismo instante en que surgía de la bruma una silueta femenina agitando en círculos un tanga de caramelos.
Esta vez no los iba a dejar caducar.
Mientras su padre cerraba la tapa del contenedor supe que lo engañaba.
Ese andar pausado, su gesto preciso, y esa sonrisa burlona que dirigió desde la esquina…
-¡Menudo hijo de puta! ¡Lo ha matado!
La mujer que iba en el coche a mi lado, la mujer que amo, dormía profundamente tras horas de viaje. Me fue fácil convencerla para que se tomara la medicación, le dije que la llevaba a observar las auroras boreales y ella me creyó. Confío en que, al menos desde su cuarto, pueda verse el cielo reflejado en el lago, porque si no…
A mí manera
La mesa de la cocina ofrecía un panorama caótico de botes, bolsas, latas y demás. Había apagado ya la calefacción central así que empezaba a notar el frío en su cuerpo. El piso estaba orientado al norte, y ella lo compró en verano, qué podía hacer.
Revisó uno a uno cada elemento de la lista mientras lo introducía perfectamente ordenado en la maleta de ruedas, la grande.
Eran las nueve de la mañana del 21 de diciembre cuando salía por la puerta de su edificio, y el taxi la recogía para llevarla a la Estación Central.
Era noche cerrada cuando llegaba a la aldea y aspiraba profundo el límpido aire helado. No se escuchaba más que el rumor del viento, las pocas luces titilaban diseminadas por el paisaje. Como hacía poco que había comenzado a nevar le fue fácil encontrar el camino que, serpenteante y angosto, llevaba a la cabaña.
La llave en la puerta, como indicó al guarda. El fuego del hogar encendido, su pila de libros esperando ser devorados con el crujir de la leña como hilo musical de fondo.
Este año no dijo nada a nadie: hibernaría hasta enero, sola.
Lo tenía merecido— sonrió satisfecha.